Violada en su infancia, finalmente encuentra y mata al hombre, yendo a parar a una cárcel en la que se convierte en favorita de la patrona del pabellón
Verena se dirigía a la parada de omnibus para volver a su casa desde el colegio, cuando vio que en la misma dirección se detenía un automóvil y desde la ventanilla la saludaba la conocida cara de Claudio, el mejor amigo de sus padres desde antes que ella naciera.
Contenta, se dirigió al vehículo y saludó con un beso en la mejilla a ese amigo a quien le decía tío, recibiendo alborozada la invitación a subir para que la aproximara a su casa. La cordialidad y gentileza de Claudio, tratándola como a una señorita y no una nena, interesándose en sus estudios en ese ultimo grado y cuáles eran sus proyectos para la secundaria, la alegraron y contándole locuaz su intención de hacerlo en una escuela técnica para tener una salida laboral antes de la Universidad, no tomó en cuenta el desvió que él hacia del camino habitual y cuando se lo hizo notar, Claudio le dijo que quería mostrarle la nueva casa que había alquilado.
Efectivamente, minutos después se detenía ante un hermoso chalet a cuya cochera entró el auto y bajándose, la invitó a acompañarlo; a pesar de lo desolado del barrio, los amplios ambientes y la todavía dispersa distribución de los muebles le gustaron y alegre recorrió los diversos cuartos de la casa, para terminar en el living donde Claudio se derrumbó en un sillón para indicarle que lo hiciera junto a él.
A pesar de su doce años, Verena era precoz en todo, desde la inteligencia que le permitía cursar a esa edad el séptimo grado hasta en lo físico, ya que cerca del metro cincuenta, su cuerpo delgado había comenzado a mostrar redondeces adolescentes y, aunque minimamente, sus tetitas se hacían evidentes a través de la ropa, también sentía cosquilleos y picores que la desconcertaban en el bajo vientre y una sudoración tan exagerada que su madre había tenido que prestarle remeras y desodorante; ella no lo ignoraba y por los síntomas sabía que su menarca estaba próxima e inspeccionaba curiosa su entrepierna para buscar rastros de esa vellosidad que ya alguna de sus amigas mostraban jactanciosas en el baño de la escuela.
Orgullosa de esa apariencia, se preocupaba en acentuarla por su forma de peinarse, la elección de prendas ajustadas que resaltaran ese busto incipiente y la sólida redondez de sus ancas, así como destacaba la hondura de sus ojos verdes con leves sombras de maquillaje y un sutil labial destacando la naciente morbidez de los labios.
Todo aquello no había pasado inadvertido a Claudio quien la codiciaba de manera enfermiza desde sus primeros años y ahora estaba dispuesto a convertir en su esclava sexual a aquella criatura que ni siquiera era mujer; conociendo lo creída y pizpireta que era, él le pasó cariñosamente un brazo sobre los hombros para atraerla junto a sí, al tiempo que alababa su crecimiento e intencionadamente le preguntó cuantos pretendientes tenía en la escuela y aunque sí, era cierto, los chicos parecían empeñados en agasajarla, en un arranque de falsa modestia, le dijo que desgraciadamente nadie se fijaba en ella.
Claudio se dio cuenta de que ese coqueteo le venía de perilla a sus intenciones y ya sin ambages, dejó que la otra mano se asentara exigente sobre el bultito del pecho; súbitamente, como un golpe revelador, Verena supo.
Adolorida pero sobre todo asustada porque su inteligencia le hacía prever un triste futuro y tal como se lo exigiera Claudio, justificó esa media hora de retraso diciéndole a su madre que había pasado por lo de una compañera por una tarea; sin embargo, la inquietud por lo que pasara la atormentó durante toda la tarde y esa noche, mientras cenaban, atropelladamente, les constó confusamente como Claudio había abusado de ella.
Para su sorpresa, no solo sus padres y su hermano menor tomaron a risa su relato, sino que el padre le reprochó severamente por poner en duda la honestidad de un hombre como Claudio que la viera nacer y hasta la cuidara cuando ellos salían de noche; apabullada por esa mezcla de reto con burla de su familia, se encerró confundida en su cuarto y repasando en detalle lo sucedido, encontró que si bien era cierto que no existiera en Claudio deseo alguno de lastimarla y lo que le hiciera había estado impregnado de ternura, no era menos cierto que en el futuro ya no se conformaría con eso y que, para su desconcierto, en su cuerpo se manifestaran más agudamente aquellos picores, calores y cosquilleos y que había experimentado un placer desconocido para ella.
Pasaron los días y aunque Claudio concurrió a su casa, siguió tratándola con el mismo cariño acostumbrado y hasta escuchó a sus padres comentarle el relato suyo y juntos desestimaron jocosamente a acusación de la chiquilina justamente, como eso, las fantasías de una niña en su confusa conversión en mujer; convencida que no debía jamás volver a hablarlo con ellos, se encerró en un mutismo que a sus padres les pareció propio de la desorientación de su edad y de esa forma transcurrieron dos meses.
Y así, fue transcurriendo el tiempo en el que ella fue creciendo y desarrollándose como mujer; un poco más alta que el promedio, tenía una figura espigada en la cual resaltaba el volumen pleno de unas tetas macizas y unas nalgas contundentes, en parte naturales y en gran medida gracias al manoseo y traqueteo al que Claudio la sometía no menos de dos veces por semana.
Afortunadamente, cuando tenía diecisiete, regresó su hermano mayor, aquel que siete años atrás viajara a Buenos Aires, tanto para estudiar agronomía y veterinaria como para tomar distancia de esos padres que parecían resumir esa paternidad a darle casa y comida pero desentendiéndose de sus metas y ideales.
Encontrando que la situación no había cambiado en absoluto e indignado por la actitud asumida con respecto a Verena, quien volcara en él lo angustioso de esos años de sometimiento, decidió buscar dentro de la provincia donde instalar un proyecto de granja ictícola y junto a su mujer, llevó con ellos a la jovencita para que encontraría refugio a su dolor por tanta humillación.
Preocupado porque esas relaciones que, aun consentidas mansamente fueran obligadas y el maltrato pudieran haber afectado la psique de Verena, se preocupo en llevarla dos veces por semana a una psicóloga de la ciudad y de esa manera, la cerril muchachita comenzó a conocer un mundo distinto de relaciones.
De la mano de la mujer, unos diez o doce años mayor que ella, fue relajándose y por primera vez alguien escuchó con verídica crudeza todos y cada uno de los detalles de la vilezas que Claudio cometiera durante esos años; conscientemente, Verena ignoraba que el homosexualismo es tan frecuente en las mujeres como en los hombres y que, aunque la abstinencia se les hace más llevadera, por su sensibilidad y sed afectiva se ven inclinadas a tener relaciones fuertemente emotivas con otras, siendo muy natural que finalmente se desplacen al plano de lo sexual, especialmente en casos como el suyo, donde por tratarse de un abuso a tan temprana edad, se encuentran lastimadas y vulnerables emocionalmente, desarrollando una aversión con respecto a todo lo masculino.
Consecuentemente, en sus confesiones volcaba todo el resentimiento hacia Claudio y la amargura de su inocencia perdida, cosa que era aprovechada por Olivia para alimentar esos sentimientos y con sus modales afectuosos y su voz seductoramente educada, iba condicionándola para lograr su objetivo, cosa que consiguió porque la mente fértil de la muchacha que por primera vez tenía en quien volcar su necesidad de cariño y comprensión, respondió acumulando en su mente y cuerpo un secreto deseo tan hondo hacia la mujer que, cierta tarde, incapaz ya de refrenar sus impulsos, sentada junto a la psicóloga, extendió una mano para sujetarle la barbilla y dejar que sus labios buscaran con dulzura la mórbida boca.
Fue un instante mágico, nunca había imaginado que besar a otra mujer y particularmente a Olivia, le fuera tan placentero y dejando escapar el aire cálido de su pecho, continuó con los tenues roces de los labios a los que la psicóloga respondió gratamente sorprendida de la misma forma y así, sin siquiera tocarse ni pronunciar palabra, se sumieron en un ralentado intercambio de besos, mezclando sus alientos y dejando sólo a los labios prodigarse en exquisitos contactos de sutil levedad.
Olivia no iba a ser tan cruel de dejar tomar la iniciativa a la inexperta jovencita y revolviéndose en el sillón, la arrastró consigo para emprender una alucinante sesión de besos y caricias con las cuales iba despojándola con voluptuosidad intencionalidad de su poca ropa, ya que en la chacra, aquella solía vestir solo prácticos pantaloncitos, remeras cortas y borceguíes por las alimañas; en su afán, Verena colaboró ahora sí con vehemencia a la vez que se desvivía por sacarle a ella lo que llevaba y pronto, ambas lucían su esplendida desnudez con la excepción del calzado.
Aunque desfogaba su homosexualidad con pacientes femeninas y el lesbianismo era ya un hábito para ella, por primera vez en su vida, el vértigo mareaba a la psicóloga y en su vientre, en lenta maceración, bullía el ardor de un caldero. Con un hondo suspiro de angustia, se tendió junto a la muchacha para restregar su cuerpo joven contra el suyo; las dos se agitaban suavemente y manos y bocas se multiplicaron, tocando, acariciando, rasguñando, lamiendo y rozando con los labios las pieles pero sin concretar nada, sin ni siquiera llegar a aproximarse a los lugares secretos que derrumbarían, inevitablemente, las barreras del goce contenido.
Brazos y piernas se retorcían, enlazaban, anudaban y desanudaban, pero había un algo mágico entre ellas, un fluido cósmico que las atraía y rechazaba al mismo tiempo, que las unía y separaba magnéticamente; las pieles cobraban reflejos de barniz y las tetas bamboleaban pendulares en una suave levitación que sólo servía para demostrar lo excelso de su belleza. Olivia paladeaba con su lengua la piel, hundía los dedos entre los muslos vírgenes y rozaba el abismo de las canaletas pélvicas, fatales y palpitantes.
Los cuerpos manifestaban la expansión del deseo, convertido en el acezar de dos seres que se necesitan, que se mimetizan en el éxtasis del amor. El húmedo vello del pubis de Verena, fragante de ásperos e íntimos aromas permitía avizorar como el sexo palpitaba pulsante con un movimiento casi siniestro, buscando ávidamente llenar el vacío que lo habitaba.
Olivia descendió y a ese contacto, circularon por su sangre los humores del universo y correteó sobre la espalda de la joven dividida por el ondulante canal que se hacía más profundo y oscuro al llegar a los glúteos. Verena sentía que sus glándulas enviaban órdenes secretas al cuerpo y las mucosas del útero buscaban a través de la vagina los labios ardorosos de la vulva, rezumando en fragantes fluidos.
Las manos de Olivia habían subido hacia la nuca, acariciándola con dedos sabios mientras la boca besaba tiernamente la carne trémula y Verena tuvo que sofocar el grito histérico que inundaba su garganta, crispada por un loco deseo. El sufrimiento de la espera cambio de signo y se diluyó en placer, gozo y tortura simultáneos al tiempo que acariciaba el cuerpo incitante que ondulaba el frenesí. Exaltada, acompañaba cada movimiento fascinada, gemía de angustia y los copiaba, los repetía como una sombra sólida de ese deseo hecho carne y prolifera la abundancia de sus caricias, cubriéndola con su saliva, abrazada a sus muslos y trazando sobre la piel blanquecina las rojas estrías de las uñas.
Sollozando, las dos mujeres se retorcían y sus besos eran cada vez más ardientes hasta que, voluptuosamente, unidas en un bramido como síntesis trémula del goce y cuando creían estar alcanzando las más altas cumbres del placer y la satisfacción plena, el deseo y la pasión reaparecieron en la sangre con una intensidad formidable. Y volvieron reanudar todo hasta saciarse en el límite de sus fuerzas y los cuerpos ardían con mayor fogosidad, con una avidez que nada ni nadie podría colmar ni saciar.
Las pieles se fundían y accedían al otro cuerpo sin dejar de ser ellas mismas. Los cuerpos estaban unidos por una única y salvaje energía que los recorría en un proceso incesante que, a medida en que abría nuevas zonas desconocidas, se apresuraba a dejar atrás para acceder a la incertidumbre de otra nueva. El contacto de sus cuerpos las dejaba presas del vértigo, besaban las pieles cubiertas de sudor y sus carnes se convertían en una esponja ávida de goce. Locamente enronquecidas, de sus labios resecos por la fiebre pasional, surgían súplicas obscenas invocando cópulas admirables mientras los cuerpos brillantes y las lenguas morbosas se enredaban en una lucha estéril en la que cada una pretendía vencer y ser vencida simultáneamente.
Sin una decisión explícita, las mujeres decidieron dar fin a la impaciente y dulce espera; Olivia tomó entre sus manos el rostro abotagado por la conmoción de la jovencita y acariciando los cortos cabellos, depositó tenuemente sus labios sobre la frente de la joven. Apenas rozando con la piel interior de los labios entreabiertos, descendió hasta los ojos y allí enjugó las lágrimas que la joven no podía contener. Luego bajó por las mejillas y tocó, apenas, los labios jadeantes de la joven que, ante ese contacto se estremeció como si alguna arma terrible la hubiera hendido.
La imperiosa lengua tremolante de Olivia penetró el húmedo antro buscando con fiereza de combatiente a la replegada de Verena que, primero esquivó los embates de la invasora para luego reponerse y atacar con dura voracidad de ayuno; tomando a Olivia por la nuca, desunió las bocas chorreantes de saliva y empeñó la lengua en una batalla feroz en la que prescindieron de todo contacto de los labios.
Atacándose como dos serpientes, sostuvieron un singular combate que las sumió durante largos minutos en un vehemente goce en el que los sentimientos eran salvajes, primitivos y elementales. Las dos jadeaban temblando como azogadas, ahogándose en el intercambio de salivas y se afanaban en la tarea de lamer y chupar las lenguas como si fueran penes, obnubiladas por las inéditas sensaciones que eso les provocaba.
Finalmente, la lengua de Olivia se desprendió de esa mareante tarea y comenzó a recorrer el cuello de la muchacha mientras los labios chupaban tenuemente y los dientes mordisqueaban la tersa piel; descendió a las trémulas laderas de las tetas, ya cubiertas de un intenso rubor y aguda, la lengua se apoderó del agitado seno en círculos morosos que, finalmente, la llevaron a adueñarse del pezón, lamiéndolo primero con irritante lentitud y cuando la joven se arqueaba envarada por la angustia, lo envolvió entre los labios para chuparlo fieramente.
Estremecida por el deseo y sumida en roncos gemidos, Verena extendió sus manos parta asirse a las colgantes y turgentes tetas de Olivia, acariciando y estrujándolas con rudeza mientras sus piernas se agitaban convulsivamente como si buscaran alivio al ardiente fuego que sentía brotar del vértice. Devenida en una medusa golosa, la boca recorrió pertinaz cada uno de los pliegues del abdomen, lamiendo y sorbiendo como una ventosa la piel. Se detuvo por un momento en el ombligo y se paseó por la delicada comba del vientre hasta tomar contacto con el vellón del sexo, totalmente empapado.
Olivia se acomodó invertida para tomarla por los muslos, separando y encogiendo sus piernas, comenzando a besar suavemente las ingles, acercándose con cruel lentitud al ahora chorreante sexo de la muchacha que, arqueada y tensa, esperaba ansiosamente sentir en su cuerpo aquel contacto desconocido que ahora deseaba. Acezando fuertemente abrió los ojos y, como amplificados, vio a cada lado de su cabeza los fuertes muslos y las hermosas nalgas ejercieron tal atracción que comenzó a besarlas, lamerlas y chuparlas casi con devoción. Olivia separó con dos dedos los labios de la vulva y la lengua se apresuró a instalarse sobre las rosadas carnes para después envolverlas entre los tiránicos labios, estregándolas rudamente.
Verena se sacudía espasmódicamente hamacando su pelvis como apurando el momento de la penetración. La lengua de Olivia avanzó vibrante y penetró los pliegues internos, bajó hasta la entrada a la vagina, la excitó y alzándole las nalgas con las manos engarfiadas se deslizó por las cálidas mucosas sintiendo la febril temperatura y finalmente, se instalo en la fruncida apertura del culo.
Las entrañas de Verena parecían disolverse en estallidos de placer casi agónico y no pudiendo resistir por más tiempo el influjo, hundió su boca en la concha palpitante de la psicóloga, chupando y lamiendo con voracidad, sorbiendo con fruición los jugos íntimos de quien había vuelto a concentrarse en esa fuente de placer inagotable que el rosado manojito triangular de carnosa piel le proponía. Las manos de ambas se aferraban a las nalgas y los cuerpos formaban una ondulante masa que se agitaba acompasadamente al ritmo de su vehemencia.
La vehemencia de la posesión mutua les había hecho soslayar la potencia de sus eyaculaciones y seguían debatiéndose a la búsqueda de ese algo más, esa sensación inédita y presentida que las satisficiera. Sin dejar de chupar la concha de la jovencita, Olivia metió suavemente dos dedos en la vagina. Dedos que, expertos, entraban y salían, buscaban, hurgaban, rascaban y acariciaban en todas direcciones dentro de la sensibilizada cavidad hasta encontrar en la cara anterior y casi junto a la apertura de la entrada, esa callosidad áspera a la que estimuló, sintiendo como a ese contacto incrementaba su volumen. El goce era tan intenso que Verena, para sofocar los gritos que se agolpaban en su garganta, hundió con desesperación su boca en la concha de la mujer, restregando contra ella sus labios y lengua.
Esta parecía haber perdido el control y penetró profundamente esa vagina acostumbrada a los desmanes de la poderosa verga de Claudio y cuando los músculos se dilataron cediendo complacientes, con mucha suavidad inició un vaivén, adelante y atrás, atrás y adelante en una alucinante danza que llevó a Verena a emitir sonoros gritos de satisfacción reclamándole por más y la intensidad del placer la llevó a clavar, rugiendo como un animal, los dientes en la pierna de la mujer, sintiendo como dentro suyo crecían unas tremendas ganas de orinar y una mano gigante tiraba dolorosamente de todos sus músculos hasta que, de pronto, se desplomó exánime, como fulminada.
Luego de esa encantadora tarde en compañía de Olivia, Verena recuperó en parte su tranquilidad y recibió alborozada esa relación con la psicóloga que le era diametralmente opuesta a la que se viera obligada a sostener con Claudio, sin saber que el destino le tenía preparada una trampa que modificaría totalmente su futuro como mujer.
Paralela y rápidamente, se habituó a esa vida semi agreste a cuarenta y siete kilómetros de la ciudad en que instalaran los piletones donde criar surubies, pacús, dorados y sábalos que, al tener peso comercial, eran gratamente recibidos por los comerciantes a causa de la creciente escasez en los ríos; la selva que rodeaba el lugar, los obligaba a adoptar cambios en su vestimenta y costumbre, como las de utilizar borceguíes altos para evitar mordeduras de alimañas como arañas o serpientes y el uso imprescindible del cuchillo de monte a la cintura.
Casi tres años después y ya inmersa en esa maravillosa conjunción de sentimientos con satisfacción sexual que hallaba en Olivia, metida de lleno en aquel trabajo que estaba cambiando su vida, Verena había ido a la ciudad a comprar unas herramientas en el almacén de ramos generales, cuando al salir del mismo cargando una caja, tropezó con Claudio y sintiendo toda la descarga de su odio invadiéndola, sacó el cuchillo y como lo hiciera ya tantas veces con otras alimañas, lo hundió en la entrepierna del hombre.
Afortunadamente para este y por pocos centímetros, la cuchillada no interesó la femoral, pero de todas maneras, ella fue detenida y juzgada, con lo que seis meses después ingresaba al penal; cuando Verena hizo su entrada al pabellón, se sintió blanco de todas las miradas de las demás reclusas quienes parecían desvestirla con sus ojos y recordando el consejo de su abogada, sobre que el lesbianismo era una de las cargas que formaban parte de la pena y que para su bien, se aviniera a lo que le impusieran si quería un transcurrir tranquilo, sin hacer evidente su nerviosismo, eligió un camastro que creía desocupado pero fue rápidamente desalojada por una mujer que la condujo del brazo hacia otro al tiempo que le decía que ahí, quien mandaba y elegía donde dormir era ella. Y que ella era Lucy, la patrona del pabellón, por lo que a partir de ese momento Verena sería la elegida para ser su enamorada personal, atendiéndola en todo cuanto ella quisiera, con especial dedicación en lo sexual
Conduciéndola cariñosamente con una mano sobre el hombro, la llevó a la otra punta del pabellón donde funcionaba el comedor y haciéndola sentar a su lado, fue haciéndole conocer mientras comían las normas de convivencia establecidas entre las reclusas, tranquilizándola en cuanto al acoso de las demás que, al ser ella su favorita, la dejarían en paz.
Después de la cena y cuando descansaba tendida en su cama, se apagaron las luces salvo una pobre lamparita que oficiaba de luz nochera. Sorprendida por la súbita oscuridad, se desvistió para colocarse una larga remera que solía usar como camisón. Tendida en la penumbra pensaba en cuándo la mujer la haría suya y esta no la hizo esperar; corporizándose junto a la cama, le dijo que se corriera y acostándose de lado junto a ella, acercó su cara para darle un inesperado y suavísimo beso que apenas rozó sus labios.
Lucy era una mujer de cuerpo elegante, alto, con pechos no muy grandes y un culo espectacular; luego de ese prólogo y en tanto palpaba sus nalgas amorosamente, profundizó sin violencia el beso estremeciendo a Verena por la hondura del deseo que transmitía.
Todavía con el pecho conmovido, permitió sin resistirse que la mujer fuera subiéndole lentamente la remera para dejar sus tetas a la vista y, con extrema delicadeza, la acomodó boca arriba. Después de liberarla de la trusa, que no se limitó a quitarla sino que la llevo a su rostro para olerla hondamente e inclinándose entre sus piernas que ella abriera instintivamente, pasarle por la concha la prenda arrugada, no sólo para limpiarla sino también para excitarla y ante sus mimosas quejas, multiplicó el frotar para luego meter dos dedos envueltos en el rasposo genero del refuerzo.
Paralizada, Verena dejaba que los acontecimientos sucedieran sin oponerse, como siempre lo había hecho. Totalmente desnuda, se sentía tan inerme y expuesta que sólo podía aguardar la actitud que tomaría la mujer, la que, terminada esa “caricia” de comprobación de su entrega, con una hábil contorsión se desembarazó de la holgada camisa, mostrándose en toda su espectacular desnudez; la solidez de su cuerpo superaba lo imaginado por la muchacha y, si bien en proporción menor a las de ella, sus carnes se mostraban contundentes, no sólo por el tamaño sino por lo perfecto. Lo que la asombró fue la ausencia total de vello, otorgándole a su piel un aspecto limpio y pulido, casi de marmórea tersura.
Lucy, tal el nombre la patrona, estaba fascinada por el espectáculo sublime que la desnudez juvenil que Verena le proporcionaba. Con los ojos obsesivamente fijos en la masa de gelatinoso temblor que eran las tetas, sus dedos, finos y sensitivos, fueron deslizándose sobre la delicada piel, estableciendo una corriente estática que pasaba de la una a la otra, haciendo que la de Verena se erizara y estremeciera en tics espasmódicos imposibles de reprimir.
Mientras las yemas de los dedos recorrían obsesivamente cada rincón del cuerpo, Verena estallaba en explosivos raccontos de su relación con Olivia cuyo recuerdo asestó una dentellada de pasión a su vientre. Ahora era cuando la experiencia se hacía carne en su cuerpo y, aun sin ella proponérselo, este respondía con las sensaciones exacerbadas. La caricia de Lucy era exasperante, lenta y leve, como si varias mariposas curiosamente inquietas se deslizaran morosas por los mínimos intersticios y oquedades de la piel.
En la medida en que los dedos se escurrían hacia las piernas y jugueteaban con sus tobillos y empeines, un fuerte cosquilleo que se había instalado en los riñones arqueaba su columna y por ella subía picante hacia la nuca, instalando un cielo de luces multicolores en su mente y diminutas explosiones de placer fluían hacia el pecho para invadir finalmente al sexo de una angustiosa sensación de espera.
Como una sacerdotisa del vicio, la mujer convocaba con sus pases a los más oscuros demonios que yacían escondidos en lo profundo de sus entrañas. Las uñas cortas y afiladas, habían reemplazado a la suavidad de las yemas y como perversos cuchillos rascaban tenuemente la piel en espirales de hipnótico sometimiento. Subieron a lo largo de las piernas, contorneándolas en infinitos surcos de placer y cuando llegaron al vértice que las unía, estas se abrieron como dos alas para comenzar a agitarse en suave e insistente reclamo instintivo pero las uñas, eludiendo todo contacto con el sexo, subieron por las canaletas de las ingles, ya pletóricas de sudor y se entretuvieron en la oquedad profunda del ombligo.
Finalmente, escalaron empeñosas por las laderas de las tetas rascando sañudamente la superficie de las aureolas y se clavaron en los endurecidos pezones. Con los ojos dilatados por la ansiedad y con un ronco estertor surgiendo desde el pecho hacia los labios, súbitamente resecos y afiebrados, vio como Lucy se montaba ahorcajada sobre ella y hundiendo las manos entre los cortos mechones de su cabello humedecido por la transpiración, aferraba fuertemente su cabeza para aproximar la suya a recorrer en menudos y ardientes besos todo su rostro.
Los labios rozaron apenas los suyos que se abrían estremecidos y trémulos. La punta de la lengua, ávida y traviesa se agitó tremolante, mojando con su saliva el interior de los labios y finalmente la boca toda envolvió angurrienta a la suya, empeñándose en una succión desesperada que la hizo abrazar fuertemente por el cuello a la patrona, sumándose a la lid que la boca le estaba reclamando. Las lenguas se enzarzaron en un singular combate en el cual, chorreantes de espesa saliva confundían sus alientos y se mordían recíprocamente en medio de agudos gemidos histéricos.
Verena era consciente de que desde los otros camastros las demás reclusas estaban pendientes del accionar de la patrona con esa joven de carnes firmes y frescas; excitada por ese insólito auditorio, se dejó llevar por Lucy y comprometió el mejor esfuerzo por complacer y ser satisfecha. La mujer se dio cuenta como todo su cuerpo se relajaba y se le entregaba dócilmente. Su boca se despegó con renuencia de los grandes labios táctiles y recorrió en suaves chupones pequeños la gelatinosa textura de las grandes tetas, empeñándose en provocarle redondos hematomas sobre la superficie que coronaba a las aureolas en tanto que su mano sobaba concienzudamente al otro seno y tomando entre sus dedos al pezón, comenzó a apretarlo en dura fricción que paulatinamente aumento en intensidad, convirtiéndolo en verdadero retorcimiento.
Otra vez el dolor volvió a constituirse en fuente de placer para Verena, quien sintió en el mismo fondo de la matriz el reclamo atávico del puro goce y aferrando la cabeza entre sus manos, la apretó contra su pecho mientras le suplicaba que no cesara y que incrementara lo que hacía. Lucy parecía haber perdido el control y con un fervor digno de mejor causa, mientras clavaba fieramente las uñas sobre la mama, mordisqueó rudamente la que tenía entre los labios.
Con la cabeza clavada en las sábanas y el cuello tensado a punto de estallar, Verena sacudía con desesperación la pelvis en vana cogida mientras clavaba sus uñas en la espalda de la patrona y por la intensidad de sus broncos gemidos, aquella comprendió que estaba alcanzado el orgasmo. Abandonando sus tetas, hundió la cabeza en la entrepierna que se sacudía convulsivamente para acceder a los suculentos labios de la concha inflamada y pulposa. Los labios y la lengua penetraron entre los oscurecidos pliegues, esforzándose con denuedo en lamer y chupar al pequeño manojo de carne en su interior, mordisqueando enardecidamente al endurecido clítoris al tiempo que con su dedo pulgar lo estimulaba desde el Monte de Venus.
Verena sentía como sus jugos internos irrigaban la vagina desde el útero y los labios de la vulva segregaban los humores que la mojarían placenteramente; perdido todo recato, le exigía roncamente a la mujer que la llevara a la cúspide del goce, haciéndola acabar. Entonces, dos largos dedos se introdujeron en la encharcada vagina y se extendieron sobre el rugoso interior, rascando, hurgando en las espesas mucosas a la búsqueda del punto que ella, como mujer, sabía disparaba las sensaciones más espléndidas de goce.
Cuando la sensibilidad de sus yemas detectó la pequeña callosidad, la excitaron lentamente y comprobando que a su estímulo se inflamaba adquiriendo volumen, multiplicando los gemidos y las convulsiones ventrales en la joven, se dedicó con esmero a restregarla hasta sentir como ella se relajaba y entre sus dedos escurrían las mucosas que parecían haberse licuado en cálidos jugos; mientras con el dedo pulgar castigaba al clítoris, la boca bajó hacia la apertura dilatada de la vagina y hundió su lengua en el oscuro ámbito, sorbiendo con fruición la generosa marea que rezumaba. El pulgar de la otra mano, dispersando esos líquidos, masajeó suavemente la negra y fruncida entrada al culo. Dilatándola con ternura, fue introduciéndose con lentitud entre los esfínteres que fueron cediendo complacientes y comenzó un entrar y salir que fue incrementándose en la misma medida en que el calor intenso del orgasmo la iba cubriendo de transpiración.
Ante sus jadeos, ayer y retorcimientos desesperados, Lucy fue introduciendo dos dedos a la vagina encharcada, ejecutando un corto movimiento copulatorio y de a poco, fue añadiendo los otros al tiempo que los empujaba hacia dentro cada vez un poco más; aunque Olivia se lo hiciera antes, aun la asombraban dos cosas, la una era la elasticidad de sus músculos que se distendían sin dolor ante el ensanchamiento brutal y la otra, era que eso no sólo no le provocaba sufrimiento alguno sino que la introducía a un placer nuevo y distinto; advertida de su complacencia, Lucy fue plegando bajo la palma a meñique y pulgar y formando una cuña con los cinco dedos, logró que paulatinamente, superara el obstáculo de los nudillos que hicieron rechinar los dientes a Verena y cuando estuvo dentro, la mujer lo cerró en un puño que movió como un pequeño ariete socavando el canal vaginal y después de unos momentos en que ella expresaba su satisfacción en medio de rugidos, gemidos y fogosos corcoveos, abrió los dedos como un abanico para realizar un movimiento circular de la muñeca, lo que enardeció a Verena y en medio de sus gritos desesperados de que la condujera a la satisfacción total, alternó esos giros con la acción del puño.
La joven había alcanzado largamente su orgasmo y percibía que en las otras camas se producía una extraña migración de oscuras siluetas, seguramente en busca de sus amantes mientras desde la dulce relajación corporal, disfrutaba de la febril actividad de la mujer con una enorme sonrisa de satisfacción y acariciando su negra cabellera, la incitó a proseguir sometiéndola a tan excelso disfrute en medio de un torrente de involuntarias frases amorosas.
Jadeando violentamente por el esfuerzo, esta se había derrumbado sobre su concha, obnubilada por las últimas contracciones explosivas de su eyaculación en tanto que Verena volvía a sentir como desde el fondo de las entrañas se encendían los fogones del deseo y una lava ardiente la invadía. Enceguecida por el despertar de una salvaje necesidad sexual tras tantos meses de abstinencia total desde que fuera detenida, se incorporó y tomando a la desmadejada Lucy entre sus brazos, la acostó en el centro del camastro.
Poniéndose invertida sobre ella, comenzó a besarla con lujuria en la boca, introduciendo su lengua voraz cargada de saliva mientras sus manos sobaban y estrujaban a conciencia las hermosas tetas de la patrona, la que volviendo a recobrar la conciencia, la abrazó con desesperación y ambas se trabaron en una dulce contienda amorosa.
El tiempo se había detenido. Todo parecía suspendido; moviéndose en ralentti, los dedos acariciaban y estrujaban las carnes con insólita ternura y los labios famélicos se extasiaban en la succión del beso o de los pechos. Ambas semejaban estar contagiadas por idéntica inquietud apremiante, sus cuerpos tan disímiles vibraban al unísono y acoplándose con justeza se complementaban, se fusionaban buscando con denuedo la miscibilidad de sus jugos, sus salivas, sus sudores y sus pieles.
Arrullándose mutuamente en ronroneantes e indescifrables susurros, ondulaban y rodaban sobre el camastro, ora arriba, ora debajo. Como si un mandato silencioso las compeliera, se deslizaron simultáneamente a lo largo de los vientres y las bocas se extasiaron en el sometimiento de las soberbias e inflamadas, abultadas y mojadas conchas; Lucy, lamiendo y sorbiendo la vulva de Verena y esta, deslumbrada por la de la mujer, que se dilataba en una especie de latido siniestro, ansiando conocer el sabor de quien sería de ahora en más su ama.
Recorrió morosamente los labios casi ennegrecidos por la acumulación de sangre que les daba tumefacción, cubriéndolos de incontables besos y luego, la delicada punta aguzada de su lengua se deslizó entre ellos, humedeciéndolos aun más y solazándose en la succión de los rosados pliegues interiores que emergían entre ellos. El sabor y el aroma de los jugos femeninos parecían enajenarla y, separando los labios con los dedos, hundió su boca en el óvalo deslizando la lengua repetidamente sobre la tersa superficie.
Atrapando entre sus labios los arrepollados pliegues, fue macerándolos en lenta succión para concentrarse más tarde en el clítoris que se alzaba desafiante y que fue adquiriendo volumen en la medida que ella lo ceñía entre sus labios, mordisqueándolo con cierta saña hasta hacerle adquirir el tamaño de un dedo meñique.
Tomándolo entre los dedos, lo estrujó en fiera masturbación al tiempo que sus uñas se sumaban al suplicio de los dientes, provocando que su nueva amante, enloquecida de placer, hiciera lo propio con el suyo para iniciar una simultaneidad de crueldades recíprocas en las cuales se castigaban y torturaban mutuamente de manera aberrante, perversa, desenfrenada y brutal.
Rugiendo como posesas, se penetraban violentamente con los dedos y allí dentro, arañaban y herían a la otra en procura del placer propio. Los dientes mordisqueaban pliegues y clítoris al tiempo que las manos sumaron dedos a las penetraciones, conforme los músculos vaginales cedían mansamente para que, en forma ahusada, los cuatro se deslizaran dentro de sus vaginas.
Desenfrenadamente fuera de control y en demoníaca porfía, parecían querer devorarse una a la otra, chupándose vorazmente en medio de bramidos de placer y palabras cariñosas. Desorbitadas, introdujeron dos dedos en los culos y así, en medio de la infernal hordalía de una doble cópula, alcanzaron simultáneamente el orgasmo y se desplomaron exhaustas, trémulas y agotadas, sumidas en la roja inconsciencia de la satisfacción total.
Después de un largo rato, con los sentidos todavía embotados por la bruma casi corpórea que inundaba su mente y mientras en su cabeza se entremezclaban las imágenes recientes con las de Olivia, Verena presintió de una manera animal e instintiva la delicada caricia que la boca provocaba en la corva de sus piernas encogidas y como respondiendo a algún misterioso llamado, un colosal cosquilleo se instalaba en su bajo vientre. Los labios se escurrían ligeros por la tersa piel de los muslos interiores y otra vez recreaban la alquimia simbiótica que las había conducido a los más altos niveles del placer. Con los ojos aun cerrados y acezando quedamente, comprobó como desde el fondo de la vagina crecía una sublime y fascinante exaltación que generaba el fermento irrefrenable del deseo.
La boca de Lucy se posesionó del sexo entreabriendo los labios con sus dedos, dejando expuesto el manojo de pliegues que lentamente fue refrescando y excitando con la punta vibrátil de la carnosa lengua. Recuperada totalmente la consciencia, y con la lengua humedeciendo sus labios, Verena comenzó a sobar y estrujar entre los dedos sus propios pechos, rascando la superficie de las aureolas y clavando las uñas en los pezones mientras los retorcía sin piedad.
La mujer maceraba codiciosa entre sus labios y dientes al clítoris, estirándolo de una manera inusitada y provocando en ella roncos bramidos de satisfacción. Tremolante, la lengua transitó hacia abajo, se entretuvo por un momento en el pequeño pero altamente sensibilizado agujero del meato y luego fustigó las crestas que festoneaban como un umbral carnoso el ingreso a la ardiente caverna. Tal vez motivados por los generosos líquidos o los efluvios aromáticos del canal, los labios chuparon como una ventosa insaciable el agujero y la lengua frenética se introdujo en la umbría hondura recogiendo golosa los humores que manaban lentamente.
Con las manos aferrando el borde del lecho, Verena clavaba la cabeza en él mientras la sacudía a los lados, hundiendo el filo de los dientes en los labios resecos, sintiendo que los músculos del cuello estallarían por la fuerte tensión, dedicó esa entrega final de su sexualidad a la mujer como un homenaje al amor que sintiera por Olivia, de quien nunca pudiera despedirse.
De alguna manera ignorada por ella, Lucy se había hecho de un consolador y ahora, luego de deslizarlo a lo largo de la concha inflamada para humedecerlo, restregando rudamente al clítoris con la cabeza y en medio de su exaltada ondulación, lenta y morosamente, fue penetrándola. El tamaño no la disgustó y sus músculos vaginales se dilataron para recibir al invasor, ciñéndolo después como si fueran un apretado guante carneo sin importarle las laceraciones y excoriaciones que su ríspida superficie le ocasionaban.
Sin dejar de chuparle el clítoris, Lucy se ocupó porque la verga la penetrara hasta sentirla golpear contra el cuello uterino. Una vez allí y mientras le otorgaba un lento vaivén, la fue moviendo en forma circular, variando el ángulo de la penetración y rozando con la testa hasta el último rincón de la vagina. Finalmente, adquirió un ritmo que encegueció a Verena quien, a la par de mover sus piernas con aleteos espasmódicos, exhalaba quejumbrosos bramidos acariciando la cabeza de la patrona mientras le rogaba para que intensificara la profundidad de la penetración y le hiciera alcanzar un nuevo orgasmo.
Después de la increíble penetración de la mano, su cuerpo era un maremagnum de sensaciones encontradas. Por un lado la prepotencia y la crudeza de la penetración la contraían, crispándola y por el otro, el mismo dolor le provocaba tanto placer que superaba largamente el sufrimiento, sumergiéndola a un mar de dulces explosiones que escurrían entre sus carnes y con ganchudas garras parecían querer separar los músculos del esqueleto para entregarlos al volcán ígneo de sus entrañas.
Cuando sentía en su nuca, riñones y vejiga que estaba por llegar al clímax, Lucy retiró la gruesa verga de su concha y ya se erguía para recriminárselo indignada, cuando ella la apoyó sobre los esfínteres del culo y, lenta pero sin dudarlo, la introdujo tan suavemente que parecía no moverse. El dolor puso un estallido blanco en su cabeza junto al alarido espantoso de su pecho y, nuevamente, descubrió que junto al sufrimiento más terrible llegaba el más maravilloso de los placeres.
Superados los esfínteres, el falo provocaba escándalos de placer allí por donde inauguraba el camino. Alienada por el disfrute, Verena encogió las piernas y tomándolas entre sus manos llevó las rodillas casi hasta los hombros, facilitando la intrusión al culo y en medio de poderosos rugidos, alcanzó uno de los orgasmos más satisfactorios de su vida. Mientras su vientre se estremecía en convulsivos espasmos y contracciones vaginales, el fluir de sus humores inundó la boca sedienta de Lucy.
Cuando aun su llanto del dolor-placer la conmovía y el hipar de los sollozos la ahogaba, la mujer se colocó entre sus piernas, cruzándolas hábilmente con las suyas para establecer un íntimo contacto de los sexos; dilatando al sexo con los dedos, consiguieron un chasqueante restregar y así, debatiéndose estrechamente, empujaron sus cuerpos uno contra el otro hasta que volvieron a sumirse en el tiovivo del placer mientras miríadas de luces multicolores deslumbraban su entendimiento. Durante un largo rato y ya sin violentas penetraciones, sino entregando lo mejor que cada una tenía para dar, complementando el roce brutal de los inflamados pliegues con excelsas manipulaciones a clítoris y culos, se prodigaron en un goce que, lentamente las fue sumiendo en la irrealidad del agotamiento total.
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