A toda velocidad

A Iris, con cariño.

Hace dos años tuve la experiencia erótica más sensacional de mi vida, experiencia que nunca olvidaré. Por singular que parezca, este maravilloso encuentro sucedió casi por casualidad. Entonces nos encontrábamos en casa de Ignacio a quien mi marido conocía desde la infancia y nunca dejaba de visitar cada vez que viajábamos a Manzanillo. En una de las reuniones que Ignacio nos organizó para darnos la bienvenida conocí a un muchacho que de inmediato cautivó la atención con su charla ágil, aderezada por finos ademanes y gestos que le devolvían a su rostro una expresión alegre y picaresca. Sus ojos brillaban al narrar sus anécdotas salpicadas de ingenio y humor, deambulando entre la gracia y la solemnidad con la impresionante seguridad de quienes han recorrido mundo. Hablaba lo mismo de las galerías de arte en Milán donde exhibía sus fotografías que de la comida en los mercados mexicanos.

De pronto, mis oídos dejaron de escuchar para concentrarme de lleno en aquella boca jugosa, de labios carnosos. Vestía una camisa de seda blanca al estilo pirata muy ajustada, haciéndolo lucir esbelto y fuerte. Sus cabellos largos ondeaban de un lado a otro mientras acompañaba cada palabra con giros elegantes de cabeza como si estuviese siguiendo el ritmo de alguna melodía. Ignacio nos aclaró que Mariano también se encontraba de paso por Manzanillo; De allí viajaría hacia el sur a través de toda la costa hasta llegar a Honduras fotografiando rostros de mujeres y hombres costeños. Nunca olvidaré la profunda y anhelante mirada de Mariano de la cual fui objeto cuando me senté a su lado en la mesa. Sin embargo, traté de no delatarme con mis expresiones para evitar cualquier sospecha por parte de Jorge.

Continuamos charlando mientras comíamos en torno a una mesa cuadrada para los doce, incluída la chica que lo acompañaba, quien seguramente me maldecía en silencio. Las viandas lucían aún pletóricas sobre la mesa. Un caldo largo con Pernott precedía a los calamares a la romana; Arroz con pulpo en su tinta; Camarones al ajillo; Anguilas en aceite; Langostinos y langostas rellenas de mariscos; Ostiones en su concha y a la Rockefeller; Patas de cangrejo; Setas a las provenzal y peje lagarto. La jarra de vino quedó vacía y de inmediato me levanté para rellenarla. Ignacio me indicó que la nueva cava se encontraba debajo de la escalera.

Detrás de mí, se levantó con el pretexto de ir al baño. Tenía ojos de haber bebido un dedo demás y quizá por ello se atrevía a observarme con cierto descaro. Al inclinarme a llenar la jarra sentí como si mi escote bostezara y los pechos salieran a tomar el fresco. Fingiendo no darme cuenta, lo dejé observar libremente. Sin embargo, mis pezones crecieron al sentirme penetrada por el verdor de sus ojos. Me sentí un tanto orgullosa de poder mostrarle dos sedosos botones bien puestos. Levantó la vista y me miró fijamente con una mezcla de ternura y deseo que me hizo humedecer. No dijo nada y cerró tras de sí la puerta del baño.

Comimos y bebimos alegremente en medio de chascarrillos y anécdotas de viaje. El tono de la conversación empezaba a subir de color. Carolina, una amiga de Ignacio, nos relató algunas aventuras después de separarse de un marinero, que sin embargo le había redituado grandes contactos con propietarios de yates, quienes la mantenían viajando de uno a otro continente. Sandra, una costeña de ojos claros, quiso competir con las anécdotas íntimas de Carolina y logró erotizar el ambiente con historias ardientes en los acantilados de California. El vino, la música y los temas candentes pusieron alegre a Jorge que no dejaba de acariciarme los muslos bajo la corta falda que llevaba puesta. Mariano, de vez en vez, echaba un vistazo. En dos o tres ocasiones sentí el contacto de sus rodillas sobre las mías por debajo de la mesa e involuntariamente nos tocamos un par de veces las manos. Lo fugaz de los contactos logró excitarme. Entonces decidí provocar a Jorge. Le besé furtivamente el cuello para susurrarle al oído que me estaba calentando. Subió su mano un poco más y entonces le pregunté si deseaba sentirme desnuda. La erección de Jorge bajo su pantalón confirmó que había logrado mi objetivo, me miró asintiendo y de inmediato procedí a bajarme la tanga con mucha discreción mientras el resto de los invitados se concentraban en la charla de Sandra. Sólo Mariano se daba cuenta de lo que estaba haciendo, pero permaneció impávido. Sentí los dedos de Jorge recorrer mi humedecida vagina. «En verdad estás excitada» me dijo al oído. Y sí lo estaba. Me acomodé de tal manera que pudiera proporcionarle a Mariano una vista más placentera sin ser descubierta por los demás. Sus ojos se abrieron tremendamente y trató de desviarlos en otra dirección, y cuando alguien le preguntó acerca de su próxima publicación, Mariano estaba tan distraído que al repetirle la pregunta, titubeó y perdió todo aquel aplomó del que había hecho alarde en un principio. Me sentí satisfecha y a la vez, más excitada de haber provocado aquel estado de confusión imaginando que los dedos de Jorge pertenecían a Mariano.

-¿Apeteces unos ostiones en la concha? -me preguntó Jorge al oído.
-Sí. -le contesté sin pensar en el alcance de mi respuesta.

Jorge tomó un ostión llevándolos hasta el fondo de mis muslos. Al sentir la viscosidad del molusco sentí correr un líquido acuoso entre mis piernas. Entonces, Jorge se escurrió debajo de la mesa, engulléndolo de un sólo sorbo. Un intenso calor se apoderó de mí, las piernas me temblaban y un río me serpenteó por los muslos.

De soslayo, Mariano me lanzaba alguna sonrisa y no perdía oportunidad de rozarme con su rodilla. Se humedecía los labios y ese gesto me parecía una verdadera invitación, la cual debía de evadir a toda costa. Llevaba ya varios años de casada y nunca me había atrevido a liberar mis deseos. No estaba acostumbrada a responder a los constantes filtreos de los hombres, pero en esta ocasión empezaba a comprender el concepto de hacer química con alguien. Así que me dejé llevar por mis propias fantasías y de manera discreta seguí coqueteando y disfrutado sus intentos por atraerme. Después de tres horas se despidió y pensé: «Bueno, fue agradable mientras duró». Sin embrago, regresó una hora más tarde cuando todos bailaban.

-¿Ustedes no bailan? -le preguntó a Jorge que se encontraba absorto charlando con Ignacio, en la sala.
-No. Al rato. -respondió lacónico.

Mariano extendió su mano invitándome a bailar y de inmediato acepté.

-Rescátame -le pedí a Jorge en secreto a sabiendas de que no lo haría. Pero de esa manera ya tendría el pretexto para iniciar o evitar una reyerta.

Empezamos a bailar separados, pero pronto nos encontramos abrazados. Su pierna se internaba entre las mías haciéndome sacudir de un lado a otro al ritmo de la música. Bailaba como un profesional conduciéndome con suavidad entre sus brazos, sintiendo el roce de sus muslos entre los míos y viendo crecer su miembro bajo su estrecho pantalón de mesclilla. Nuestras caras se acercaban y se alejaban, dejándome percibir el aroma sensual los perfumes mezclados con el intenso sudor de placer. Sentía oleadas de excitación y estoy segura de que él sentía lo mismo, así que cuando paró la música, apresuré un par de copas más, «Para darme valor». Sabía que actuaba mal, pero sentía la recompensa del placer que no quise detener. Bailamos suave y lentamente dejándome llevar por el goce de un enorme falo que pedía escapar de su prisión. Nunca había sentido un pene tan enorme, aunque me daba la impresión de que podría tratarse de algún paquete que llevara en el bolsillo.

-¿No llevas nada debajo? -me preguntó como si no lo supiera en verdad.
-¿Lo viste o lo estás sintiendo? -le respondí insinuante.
-Lo estoy disfrutando.- No dijo más y continuamos bailando con los ojos cerrados dejando que un suave temblor recorriera nuestros cuerpos ardientes. De vez en vez, sus ojos se depositaban entre la abertura de mi blusa hurgando con morbosa curiosidad.
-¿Qué tanto me miras? -Se la solté a bocajarro, y acercando sus labios a mi oído empezó a susurrar:
-Tétin refait, plus blanc qu’un oeuf, / tétin de satin blanc tout neuf./ Tout qui fais honte à la rose, Tétin plus beau que nulle chose….» Con la voz más sensual que pude lograr le pedí que lo tradujera. -«Pezón perfecto, más blanco que un huevo, / pezón de satín blanco y nuevo, / un todo que avergüenza a las rosas. / Pezón más bello que ninguna cosa, / Pezón duro – no tanto pezón / Como una bola de marfil / sobre la cual descansa / una fresa, o una cereza / que nadie ve, que nadie toca….» «Se trata de un blasón de Marot» -me pronunció al oído y corrió dentro de mí un ardiente escalofrío.

En la siguiente melodía, Mariano fijo sus deseos sobre mis ojos.

-¿Qué va a pasar? -me inquirió.
-Nada. -dije tajante.

El fingió no escuchar y me apretó con más fuerza haciéndome llegar hasta la oreja un halo de aire cálido. Me solté de inmediato y corrí a sentarme en un puf al lado de Jorge. Mariano se acercó con dos copas. Me ofreció una y se acomodó frente a nosotros. Procuré entreabrir un poco las piernas para dejarlo observar libremente, entonces se levantó y salió al jardín. Lo seguí con la vista, pero no hice ningún intento por alcanzarlo. Jorge había bebido bastante y los invitados empezaban a despedirse.

-¿Nos vamos o nos quedamos? -me preguntó Jorge arrastrando la lengua y entornando los ojos en señal de cansancio.
-¡Vámonos! Mariano va hacia la marina, pero se ofreció llevarnos al hotel. Así no tendremos que levantarnos tan temprano.

Salimos por una puerta lateral, caminamos hasta el automóvil y entonces recordé haber olvidado la bolsa. Le pedí a Jorge que la buscara, que no estaba segura en dónde la había dejado; Quizá en la recámara de Ignacio o tal vez en el estudio, a saber… Mientras Jorge regresaba, Mariano me abrazó con ternura, nuestras lenguas jugueteaban, sus manos exploraban por mi piel desnuda haciéndome estremecer de placer, lujuria o lo que fuera. Besó mi cuello y no resistí la tentación de tocar su pene crecido bajo el pantalón. Sentí los pasos de Jorge y me desprendí con naturalidad. Nos acomodamos los tres en el asiento delantero. Mis rodillas alcanzaban a tocar los nudillos de Mariano al activar las velocidades, y sólo sentir su roce, me excitaba. Pasé los brazos de Jorge sobre mis hombros; El ya se encontraba bastante adormilado por el vino y las continuas desveladas. Pero cuando puse su mano sobre mis muslos pareció entusiasmarse y rápido la llevó hasta mi clítoris.

-¡Nos va a ver!- le dije en voz baja.
-¡Qué importa!- me contestó sin dejar de balancear sus dedos rítmicamente.
-No me gusta, lo sabes -le dije sin oponer mayor resistencia a sus caricias.

Mariano seleccionó un disco compacto de James Carter, la sensualidad del jazz, las imágenes de mi cabeza, la evocación de Mariano y los dedos ágiles de Jorge, me provocaron un orgasmo de antología. Tres espasmos me sacudieron hasta que no pude reprimir más el grito y exploté en una carcajada tan loca que provocó en Jorge una tremenda erección. Con el mayor descaro desabroché la bragueta de Jorge, me recliné sobre sus piernas y chupé saboreando el agridulce glande; Mi lengua giraba en círculos y al tiempo de eyacular succioné sus jugos tragándolos con verdadero deleite. Exhausto, Jorge cayó en un profundo sueño, pero no me importó. Seguía lamiéndolo cuando sentí los enormes dedos de Mariano recorriendo mis desnudas nalgas. El carro se deslizaba a buena velocidad por la carretera y en cada curva los dedos de Mariano se internaban profundamente dentro de mi vagina jugueteando dulcemente. Volví a venirme con un placer vaginal hasta entonces desconocido por mí. El miembro de Jorge parecía dormir profundamente junto con él. Me incorporé y de inmediato empecé a jugar con el pene de Mariano. Era en verdad enorme y de un diámetro respetable. Me preguntó que si me gustaría quedarme en su casa de playa. Estaba a punto de desocuparla y valía la pena disfrutarla hasta el último momento. No había nada que deseara tanto, pero mi conciencia me decía: ¡No, no, no, no! Por último, me negué, pero lo dejé con la impresión de que consideraría el volverlo a ver. Jorge entreabrió los ojos y preguntó qué dónde estábamos.

-Faltan todavía 15 kilómetros para llegar a tu hotel y me preguntaba si no querrían quedarse en casa junto a la playa y se encuentra a sólo dos minutos de aquí. Yo podría dormir en casa de una vecina- dijo con falsedad.
-Creo que será lo mejor, si no te incomoda.- respondió Jorge entre adormilado y ebrio.

Al llegar, Jorge se dirigió directamente hasta la recámara que nos habían indicado y dejándose caer quedó profundamente dormido. Me senté a su lado para desvestirlo, cuidando de no despertarlo.

-¡Buenas noches, que descansen!- dijo Mariano para mi sorpresa.
-¿Ya te vas?- pregunté casi suplicante de que no se alejara. -¡Siéntate un ratito!

Mariano entornó los ojos, esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza de un lado a otro. Fue inclinándose poco a poco hasta quedar de rodillas frente a mi y así, sin hablar separó suavemente las rodillas como quien siente miedo de romper algo delicado y hundió su rostro entre mis piernas. Sentía la tibieza de la duela bajo mis pies, la humedad de su lengua en mi vagina recorriéndome en círculos lentos y rítmicos. Con verdadera agilidad aquellos dedos hurgaron bajo mi blusa hasta liberar los erguidos senos cuyos pezones esperaban ansiosos ser oprimidos con violencia. Su lengua seguía trabajando con verdadero afán haciéndome gozar. Me acariciaba el clítoris con la nariz cuando un espeso jugo empezó a deslizarse entre mis piernas. Sentía el cuerpo ardiente y ya no podía detenerme. Mi estómago bailaba de emoción, el corazón latía a toda velocidad y el llanto irrumpió sorpresivamente. Eran lágrimas de placer. Me tumbé de espalda y al estirar los brazos para dejarlo actuar con más libertad, sentí el pene crecido de Jorge entre mis manos. De momento me sobresalté pensando que se había despertado. Me cercioré de que aún dormía y me acerqué a chupárselo con suavidad. Entre sueños, Jorge me tomó de la cabeza lanzando pequeños gemidos de placer. En caso de que despertara, Mariano se encontraba fuera de su vista y yo podría lanzarme sobre mi marido para propiciar la huida sin ser descubiertos. Este pensamiento me excitó todavía más y quise imaginarme poseída por ambos a la vez. Giré sobre mi cuerpo hasta quedar de espaldas sin dejar de lamer el miembro erguido de Jorge. Mariano, al darse cuenta de lo que sucedía, decidió jugar con mis nalgas primero y luego fue introduciendo sus dedos entre mi vagina y otro por el culo. Ambos dedos se tocaban y no dejaba de imaginarme que se trataba de dos penes debatiéndose dentro muy dentro de mí.

Cuando Mariano me penetró por detrás ya era imposible detenerlo. Era la primera vez que alguien me sodomizaba, pero no podía evitarlo, ardía de tanto placer que mi cabeza ya no era capaz de encontrar ninguna razón válida para oponerse. Chupé con mayor violencia el pene de Jorge ante las embestidas de Mariano quien pellizcaba con fuerza cada uno de mis pezones. Momentos después, volví a girar zafándome suavemente de Mariano. El me miró a los ojos en medio de la penumbra. Nuestras caras quedaron frente a frente escuchando el estertor del mar, la palpitación de nuestros corazones, y sintiendo el ardiente deseo de no terminar jamás. Me tomó suavemente del rostro y me condujo hasta sus labios. Nos besamos con ternura. Al principio mi lengua se deslizaba por sus labios; Luego, ambas jugueteaban una con otra hasta terminar devorados en un beso apasionado que duró largos minutos. Ambos estábamos empapados de sudor, pero nuestros perfumes flotaban en el ambiente como un símbolo inequívoco de pasión y de placer desbordada. Sentí sus besos sobre mi cuello, bajo la oreja y luego mordisqueándome los pezones que se mantenían bien erguidos. Recorrió con la lengua mis axilas humedeciendo los escasos vellos que brotaban en ella. Nadie me había besado ahí y hasta entonces descubrí una zona erógena más inquietante. Mis manos se perdían entre la espesa cabellera lacia y rubia mientras le infringía sendas mordidas en el cuello sin dejar de sobar su pene cada vez más erecto. Jorge estaba muerto. Su respiración era agitada, pero todo hacía indicar que no despertaría en mucho tiempo. De rodillas sobre la cama volví a inclinarme sobre el pene de Jorge para reiniciar mi labor mientras que Mariano me volvía a sodomizar con bastante furia. Empecé a sentir más cálido, grande y grueso su pene dentro de mí infringiéndome un placentero dolor que acabó por lastimarme. Entendió mis movimientos y lo introdujo por delante. Sabía que en cualquier momento eyacularía y no estaba segura de dejarlo hacer. Pero el gozo fue más fuerte que mi voluntad y cuando por fin explotó, mi vagina estalló en un tremendo orgasmo que se prolongó por varios segundos antes de sacudirme en espasmos liberando un mar entre mis piernas. Mariano se dejó caer sobre el piso con la cara hacia arriba. Su pene se mantenía perfectamente erecto, así que decidí sentarme sobre él para galopar alegremente. Dos o tres sacudidas más precedieron una larga y ardiente eyaculación. Me zafé de inmediato para saborear las últimas gotas que derramaba. En ese momento sentí la mano de Jorge sobre mis nalgas. Aún dormía, pero su pene estaba tan erguido como al principio. Quise aprovecharlo y ahí, delante de Mariano, me senté sobre Jorge a galopar de nuevo. Éste, medio dormido, me tomó de la cintura haciéndome mover con cadencia. Sin zafarme, giré mi cuerpo para quedar de frente hacia Mariano quien me miraba deleitado con unos ojos infantiles y tiernos que hasta el día de hoy no he podido olvidar.

Jorge empezó a moverse con más vigor sin abrir siquiera los ojos. Entre gemidos, ambos terminamos al mismo tiempo. Era la primera vez que Jorge podía eyacular en esa posición. Se volvió a quedar dormido y yo me acurruqué junto a él. Mariano se acercó para sentarse a la orilla de la cama, me acarició y volvió a besarme largamente en los labios antes de morir en el más placentero sueño. Mientras desayunábamos a la orilla de la alberca, Mariano propuso salir de pesca, sino teníamos algún compromiso que cumplir. Jorge aceptó de inmediato. Dijo que le encantaba la idea de navegar en ese pequeño yate e intentar pescar algo mar adentro. Mariano se comportaba con bastante naturalidad, pero a mí se me dificultaba disimular el placer de sólo verlo. Durante el desayuno esquivé la mirada, comportándome particularmente melosa con Jorge. Le llamaba cariño, le hacía caricias prolongadas y tiernas, prodigándole todo tipo de halago y de seguridad frente a quien reconocía como un virtual contrincante. A las once de la mañana ya nos encontrábamos en el muelle listos para zarpar. En alta mar me quité la salida de playa que llevaba puesta y el primero en protestar por mi ultra conservador traje de baño, fue Jorge.

-¡Qué bien te queda ese traje!- dijo amablemente Mariano.
-¿Te parece? Para mi gusto es bastante anticuado, ¿De dónde lo sacaste?- preguntó Jorge un tanto intrigado.
-Lo he tenido siempre. Nunca te fijas en lo que compro, es lo que pasa- le respondí fingiendo molestia, al tiempo que cruzaba una mirada de complicidad con Mariano, quien seguramente se sorprendió de mi audacia al ponerme algo que él mantenía escondido bajo su cama.
-No trajiste otro menos pinche- volvió a protestar Jorge.
-No. Es el único que traje. Me quedo con éste o sin nada.- le respondí provocándolo.
-Pues desnuda te verías mejor.- Ya sabía que eso contestaría.

Mariano entró a la cabina de mando y luego se dirigió hacia la cocina en donde un tipo preparaba una suculenta paella. Mariano le dio algunas instrucciones acerca del menú y la forma de emplear los condimentos. Llevaba puestos unos pantalones de lino blanco y una camisa de algodón azul que armonizaban bien con sus alpargatas blancas. Se desplazaba ágil y seguro de un lado a otro girando instrucciones y supervisando que todo estuviese en perfecto orden. Hablaba con un tono sensual; Cada ademán era una cascada de sensualidad; Caminaba balanceándose con suavidad, deslizándose en el aire, nunca nadie había provocado ese efecto erotizante en mis sentidos como aquel hombre lleno de vitalidad y alegría contagiosa. Sólo de verlo empecé a humedecerme.

-¿Puedo bajarme los tirantes?- le pregunté cariñosamente a Jorge.
-Por mí, quítatelo todo. Está horrible ese traje.- me contestó sin voltear a verme, tumbado de panza con la vista fija en el cielo.

Mar adentro, Mariano nos invitó a bucear.

-En esta parte hay una variedad de pequeños peces maravillosos de intensos colores e increíbles formas. Vale la pena que bajen, no se arrepentirán.

Jorge declinó la invitación con un giro de cabeza.

-¡Yo si voy! -dije decidida, con el deseo de practicar un poco el buceo, que había abandonado desde hacia varios años.

Con el peso de los tanques bajamos rápidamente hasta una roca cubierta de algas. Los peces nos rodeaban sin prestarnos atención. Mariano se acercó y me envolvió con por detrás. Me sostuvo de los senos y con verdadera maestría me desprendió el traje de baño. Sus labios volvieron a hundirse entre mi vagina hasta perder el aire. Una bocanada de oxígeno y volvía a su empresa, ahora mordía con suavidad mi clítoris. Durante un buen rato jugamos el uno con el otro. Nos acariciamos y finalmente me poseyó en las profundidades del océano Pacífico, ahí donde jamás me imaginé poder competir con la furia del mar.

Ya no se trataba de una simple y fortuita cogida. Era mucho más que eso. Los sonidos en la profundidad del mar son como las melodías hermosas de nuestros mejores sueños, la luminosidad del sol pasando a través de las aguas, los peces danzando a nuestro alrededor y la constante lucha por no perder la respiración que nos hace debatir entre la vida y la muerte, todo ello era nuevo para mí. Tanatos y Eros ahora se unían a Neptuno en una orgía interminable. El grito contenido en las profundidades, el éxtasis en un mundo mágico. Era el retorno al embrión, a la vida intrauterina. La marea nos balanceaba con la cadencia de una madre que lleva dentro de sí la vida de alguien a quien ama. El agua nos cobijaba. Algún recuerdo limitado y menguante de la noche anterior se apagó tras la evocación en silencio de una hermosa melodía, mientras seguía disfrutando del abrazo de Mariano que hacía palpitar mi vagina con sus tiernas embestidas. Así unidos, fusionados, fundidos en un sólo cuerpo, nadamos hasta la superficie. Segoviano, el ayudante de navegación, nos lanzó la escalerilla. Mariano se adelantó para darme oportunidad a colocarme el traje de baño.

-Su amigo se decidió al final, y ahora debe estar buceando por allí.- señaló en sentido opuesto a donde nos encontrábamos nosotros.

La tarde caía. Jorge había comido con gula y bebido como cosaco.

-Fue el buceo lo que me despertó el apetito.

Un poco mareada por el cognac decidí recostarme en uno de los camastros. Jorge tomó otro y lo acomodó a mi lado. Mariano hizo lo mismo, dejándome entre ambos. La salida de playa era corta y el ridículo traje de baño se me ceñía al cuerpo dibujando mi desnudez total. El cognac empezaba a surtir sus efectos liberadores, sin embargo, seguimos bebiendo entre charlas y risas hasta quedarnos dormidos. Ya había oscurecido cuando los labios de Mariano me despertaron. Al verlo, colocó el índice sobre los labios en señal de silencio y con la cabeza ordenó que lo siguiera. Bajó hacia el camarote y cuando yo descendía me detuvo sobre las escalerillas con la cabeza aún sobre la cubierta.

-Voltéate- me suplicó -si viene Jorge haces como si fueras saliendo.-

Así de espaldas empecé a sentir su lengua recorriendo mi clítoris. De nuevo estaba caliente.

-Penétrame por detrás- le rogué. Mis pezones eran dos enormes granos de café que crecían más al escuchar sus palabras al oído:
-Tienes las tetas duras y firmes, son melones frescos y jugosos, muévete, balancéate, siente la cadencia del mar, siente la cadencia de mi verga, te estoy penetrando hasta el final de tus propias fantasías, navega por el mar de mi cuerpo, nuestras humedades son los ríos que alimentan este mar embravecido, tus movimientos son el oleaje del mar y cada gemido es la música de este inmenso océano.
-Muévete y castígame sin prisas, suave, suave, suave….- dije suplicante.

Lo tenía verdaderamente duro, durísimo. Lo sacudía de un lado a otro mientras me introducía un dedo hasta tocar una zona inexplorada que me prodigaba el placer de sentirme puta entregada por completo y sin inhibiciones a las más estridentes pasiones del cuerpo. Es el punto G, me decía a mí misma, no puede ser otra cosa que eso. Con mis líquidos lo expulsé escalera abajo. De pronto sentí que algo rodeaba mis dos tobillos. Un click llamó mi atención y entonces me vi aprisionada por un par de grilletes.

-¡Qué juego es este?- protesté confundida.
-¡Shhhh! Aguanta- dijo Mariano sin dejar de chuparme.

Su lengua me devolvió al goce haciéndome olvidar aquella travesura. Al correrme de nuevo, mojé la cara de Mariano quien se deleitaba sorbiendo mis apetitosos jugos. Pasando sobre mí, salió hacia la cubierta para regresar a su camastro. Jorge seguía durmiendo. Yo no entendía aquel juego que empezaba a fastidiarme. No podía gritarle a Mariano por temor a despertar a Jorge y no sabía cómo quitarme estos grilletes pues tampoco podía moverme. Todavía con la cabeza hacia la cubierta pude observar que Jorge se incorporaba y no tuve más remedio que llamarlo con la voz más baja que pude.

-¡Ven, ven, ven! -le invoqué simulando el canto de las sirenas. Al acercarse, se arrodilló y lo besé intensamente. Le susurré al oído cuánto lo amaba y cuánto lo deseaba.
-He inventado un juego para ti- le dije. -¡Asómate!- entonces le permití observar hasta el último escalón en donde mis pies estaban atrapados por esas cadenas.

A Jorge le encantó la idea, pero fue más allá. Me vendó los ojos y me ató las manos a la misma escalera. Luego me desnudó. Un silencio sepulcral se hizo de repente. El mar rugía y percibía el golpeteo de las olas contra la embarcación sin alcanzar a adivinar dónde podría estar Jorge.

-¿Estás ahí, Jorge? Contesta: ¿Estás ahí?. ¡No juegues! ¡Tócame! ¡Hazme el amor!. No pierdas el tiempo.- Mis ruegos fueron vanos. Ni Jorge ni Mariano respondían.

Pasaron varios minutos cuando sentí una pluma a través del cuerpo. Sentía más cosquillas que placer y protesté. Jorge no respondió y empezó a besarme los muslos de afuera hacia adentro, de arriba hacia abajo. Se detuvo en los pies. Lamió cada uno de mis dedos como nunca lo había hecho. Acercó a mis labios una cereza bañada con Amareto y la segunda me la pasó directamente con sus labios. Por un buen rato me besó con fruición mientras me pellizcaba los pezones y me penetraba. Un extraño calambre invadió mi cuerpo ardiente, quería abrazarlo, verlo, pero la imposibilidad incrementaba mi excitación cada vez más. Mordió mi clítoris hasta hacerme venir frenéticamente. El seguía sacudiéndose dentro de mí y a punto de eyacular lo colocó dentro de mi boca haciéndome tragar todo el semen. Mis labios lo absorbían ansiosos, me lo tragué entero y no deseaba dejar de chuparlo, pero él lo retiró en silencio.

-¡Qué rico me lo hiciste, mi amor!- Le dije con toda sinceridad.
-¡Penétrame otra vez, por favor!.- Volví a sentirlo dentro de mí durante largos minutos antes de correrse nuevamente. Su silencio me provocaba un estado de ansiedad que iba del miedo al placer.

Al posar las manos sobre mis piernas sentí el aroma del bronceador y supuse que me daría un masaje a través de todo el cuerpo. Así fue. Completamente desnuda empezaba a sentir la brisa fresca del mar, pero el calor que sus manos le impregnaban a mi piel me hacía olvidar cualquier incomodidad hasta el cansancio de permanecer tanto tiempo de pie sobre esa escalerilla de madera. El masaje me relajó lo suficiente, pero volví a calentarme. Le pregunté por Mariano y no me contestó; Entonces un presentimiento me invadió, pero no quise preguntarle si era Mariano. Le pedí que me acariciara de nuevo. Lo hizo y entonces pude percatarme de que aquellas manos no eran tan grandes como las de Mariano y sentí un ligero descanso de conciencia. Jorge pasó sobre mí y salió del camarote sin pronunciar palabra alguna. De pronto sentí que alguien me liberaba de una mano y tras hacerlo escuché cómo se alejaba apresuradamente. Me desprendí la venda de los ojos, retiré la amarra de mi otra muñeca y encontré a mi alcance las llaves del candado del grillete. Me vestí y salí a cubierta.

Jorge y Mariano se encontraban en el comedor pelando los últimos camarones de una enorme mariscada a punto de fenecer. Ambos habían bebido demasiado y se veían bastante borrachos. Había pasado mucho tiempo desde que Jorge me había amarrado y apenas unos cuantos minutos de haberme dejado en el camarote. ¿Cómo era posible que estuviese ebrio en tan poco tiempo? Entonces, ¿Quién me había hecho el amor? No pudo haber sido Mariano ni Jorge, pues ambos estaban juntos y borrachos. Pensé en Segoviano y sentí asco. ¡Guácala! Un mulato panzón y grotesco haciéndome el amor! ¡Guácala! Eso es abominable. Sin embargo, pronto descubrí que Segoviano tampoco pudo haber sido pues supe que no se había despegado del comedor para nada. Jorge me observó con curiosidad y frunciendo el ceño, me preguntó:

-¿Cómo te lograste soltar?-

Ante la pregunta quedé atónita. No sabía que contestar. Si ellos no habían sido… ¡Entonces! ¿Quién?

-Ya ves, una se da sus mañas- dije orgullosa y sonriente como restándole importancia al hecho. Entonces me acerqué de inmediato a Jorge para decirle que se veía guapísimo, así bronceado y con esos pantalones marinos.

Un poco adolorida de tanto ajetreo decidí ponerme al parejo con ellos. Pedí un cognac y bebí uno tras otro hasta marearme. Jorge y Mariano estaban en el punto de las incoherencias. No entendía su conversación, así que intenté darle un giro y planteé la posibilidad de permanecer esa noche en alta mar. Ambos asintieron y Mariano instruyó a Segoviano para disponer lo necesario.

En el salón bar nos acomodamos sobre unos cojines a escuchar música. El silencio era agradable. Me permitía traer a mi mente la imagen de Jorge cuando lo conocí… Lo recordaba en el corredor del hotel, con un libro de magia en la mano, mirando a veces los colores intensos del cielo. Esa tarde hablamos de alquimia, inquisición, brujería y hechizos. Jorge dijo que precisamente estaba tratando de reconstruir el pensamiento mágico de las sociedades medievales y establecer a partir de su cosmogonía, la ruptura del hombre con su propia naturaleza erótica. Mientras las brujas y magos se afanaban por reencontrarse con su propia naturaleza, los cristianos se empecinaban por reprimirla hasta su muerte misma, hasta la negación del cuerpo a cambio de una inexistente vida futura. Agregó que los grandes descubrimientos de los alquimistas no se reducían a las aleaciones de los metales sino a la comprensión de la química humana y de algo que pudiera ordenarla para mantenerla en armonía con el universo y ese era justamente el motivo de la incesante búsqueda de la piedra filosofal. No se trataba, de ningún modo, de prolongar la vida sino de hacerla más intensa. Esa es la filosofía de Erófanes, me decía. Esos pensamientos corrían ahora por mi mente con una claridad prístina, por fin lograba entender el alcance de sus ideas. Química y vida intensa eran los sinos de esta aventura, de este mágico despertar a las pasiones sin la monserga de las culpas a cuesta. Erófanes era la vida misma sin disimulos ni simulaciones. ¿Por qué disimular las pasiones? ¿Por qué simular el amor?

Fijé mis ojos en Jorge y lo encontré hermoso, despreocupado y alegre. Lo observaba con arrobamiento, llena de admiración y quise demostrárselo acurrucándome a su lado. Mariano leía a Borges:

-«Alto lo veo y cabal, / con el alma comedida, / capaz de no alzar la voz / y de jugarse la vida. / Nadie con paso más firme / habrá pisado la tierra; / nadie habrá habido como él / en el amor y en la guerra».

Mariano dejó de leer sin soltar el libro, sus pensamientos viajaban en torno nuestro. Nos miró con ternura y dijo:

-Este es tu tocayo: Jorge Luis Borges. Escuchen lo que sigue.- Pero enmudeció. Se levantó y tras servirse una copa se acomodó recargando su cabeza sobre mis piernas y con toda naturalidad retomó el libro.

Mientras él buscaba la página, mis manos se perdieron en su cabellera. Aquellas caricias dejaban de ser simple lasciva, quería disfrutarla como una escena tierna, cálida y llena de romance. Eramos los tres en un mutuo contacto sereno, sin prejuicios y sin culpas. El amor de ambos hombres fluía libremente por mi mente, por mi cuerpo… La voz varonil de Mariano resonó en la habitación:

-Entre las cosas hay una / de la que no se arrepiente / nadie en la tierra. Esa cosa / es haber sido valiente. / Siempre el coraje es mejor, / la esperanza nunca es vana; / vaya pues esta milonga / para mi amiga Ana.-

Jorge y yo sonreímos al escuchar mi nombre.

-¿Qué no era a Jacinto Chiclana?- protestó jovial Jorge.
-Es válida para cualquiera que desee ser valiente en esta tierra- le contestó Mariano al tiempo que se alejaba hacia su dormitorio.

La luz penetró a través de la claraboya a temprana hora. Jorge y yo habíamos permanecido enlazados el uno al otro toda la noche en el suelo. La música seguía incesante y nadie parecía haberse despertado aún. Referir con fidelidad los hechos de aquella mañana sería difícil y quizá mejor valdría mantenerlos en el fondo de mi mente a salvo de cualquier distorsión. Por otra parte no sería justa si omitiera a Felipe en esta historia.

Al pasar por el baño de la tripulación me detuvo la figura de un hombre a quien no había visto hasta ese momento. Se trataba de un joven moreno y musculoso con evidente tipo de pescador. Sus nalgas brillaban bajo la regadera. Súbitamente sentí un irrefrenable impulso por abrazarlo, quise empaparme junto a él, ser valiente por un momento, arremeter con coraje, no arrepentirme como decía Borges. El moreno giró hacia mí con la cabeza aún enjabonada sin abrir los ojos. Cualquier comparación que se hiciera de su pene sería vana considerando sus atributos al momento de actuar. Sin pensarlo más, me desprendí del vestido y como si estuviese esperándome se dejó rodear por mis brazos sin decir nada. Sus nalgas rozaban mi vientre provocándome un placentero cosquilleo. Recargué mi cabeza sobre su espalda y llevé mis manos hasta su erecto miembro sacudiéndolo con fuerza. El permanecía quieto como una figura de ébano dejándose acariciar. Enjaboné su cuerpo palmo a palmo, con el mismo cuidado que una madre tiene con su bebé. En su pene me detuve un buen rato para examinarlo con curiosidad, entonces, él me cargó. Al desenredarme de sus brazos me vi recostada en una mesa de masajes. Sin ofrecer resistencia dejé que actuara libremente. Yo permanecía con los ojos cerrados completamente relajada haciendo acudir a mi mente miles de imágenes disparatadas. Me veía al pie de un acantilado rodeada de los dioses; Uno de ellos era Neptuno quien sonreía sardónicamente, otro era Onán quien no dejaba de masturbarse absorto en la contemplación de Venus. Eros y Tanatos discutían sobre una roca donde las olas rompían con furia antes de internarse en una cueva que conducía hacia una laguna subterránea. Hasta allí fui conducida por Zeus cuyo rostro era semejante al de Jorge. De la cueva emergían cientos de Unicornios blancos y grises seguidos por una infinidad de Pegasos. Cinco Sirenas surgidas de las profundidades de esas aguas cristalinas nos envolvieron con sus cantos al tiempo que nos ofrecían uvas y manzanas. Zeus y yo flotábamos en aquellas aguas mansas sin hacer ningún esfuerzo. Eros, muy parecido a Mariano, se unió a nosotros en esa diáfana mañana para deleitarme con sus caricias. Se detuvo en los pies. Lamió cada uno de mis dedos como nunca lo había hecho y…

De pronto, al sentir los labios del moreno sobre mis dedos descubrí quién me había poseído la tarde anterior. Reprimí el sobresalto dispuesta a todo. Su lengua buscaba ávida reconocer cada segmento de mi cuerpo, a veces se detenía un poco más aquí, un poco menos allá, sin perder un segundo. Regresé a mis fantasías, ahora más terrenales. Compartía con Jorge y Mariano la misma cama, la misma familia; Los tres viajábamos incansablemente en yate a través del mundo entero y sin embargo, todos fingían no darse cuenta del menage perpetuo. Ya no había responsabilidades que cumplir, ni dinero del qué preocuparse. Los disgustos cotidianos se hundían en el olvido y sobre ellos emergía una nueva historia de aventuras y de vida. La aurora nos obsequiaba cada mañana una nueva esperanza y al declinar el día la sonrisa dibujaba un rictus de alegría en nuestros rostros. La pesada carga de la cotidianidad había quedado en tierra firme, ahora nuestros contornos no eran sino agua y horizonte sin límite.

El moreno continuaba su labor sobre mi cuerpo tan lejano de sus manos como mis pensamientos, tan cercanos a sus manos como la realidad misma. Abrí los ojos para descubrirme en los suyos. Eran de un negro intenso, tristes y brillantes a la vez. Me sonreía con los labios entreabiertos exhibiendo una dentadura envidiablemente blanca. Se recostó a mi lado y así se quedó un largo rato. Inmóvil, callado. Con la mayor suavidad que pude, me desprendí de sus brazos. Besé su pene hasta hacerlo crecer, todo él se perdió dentro de mi boca, tocó los más recóndito de mi cerebro y su semen, al salir expulsado con toda su fuerza, se dispersó dentro de mí alojándose una parte en mi garganta que pronto subió hasta salirme por la nariz. El moreno se envolvió con una toalla y salió del baño justo cuando Mariano se asomaba por la puerta.

-¿Qué haces aquí? Este no es el baño de las visitas.- y por su gesto me di cuenta de que había presenciado toda aquel affaire con el moreno.

Ya no sentía ninguna ganas de seguir cogiendo, así que me alejé tan pronto como pude. Al terminar el desayuno nos fuimos acercando al muelle. Mariano le pidió a Segoviano que buscara al mudo para bajar las cosas. De inmediato apareció el moreno a quien llamaban Felipe y dentro de mi hubo una gran quietud de conciencia al saberlo mudo. «¡Pero cómo es posible que con esa genial lengua pueda ser sordomudo?» decía para mis adentros.

La casa de playa se ubicaba en la punta de un acantilado lo que le permitía una amplia vista del mar desde cualquier ángulo, salvo el frente que miraba hacia una arboleda interrumpida por la cancha de tenis. La sala y las recámaras contaban con un balcón volado hasta donde el sol llegaba cada mañana. A un costado de la sala se extendía la alberca. Se trataba de una residencia de una sola planta decorada alegremente al estilo de Manzanillo. Muebles de marquetería con flores de mil cien colores diseñados en Colima con un gusto exquisito. Los muros exhibían pinturas originales de algunos artistas huicholes y coras con motivos de mujeres indígenas; Unas a la orilla de algún río, otras, trotando cuesta abajo. Una de ellas llamó particularmente mi atención, se trataba de una mujer recargada en un árbol con las piernas muy abiertas y las manos hurgando entre su vientre, detrás de ella se veía una enorme cascada y su gesto era de dolor y de placer a la vez; Ese era el enigma que me había intrigado.

-Es un gesto de placentero dolor o de doloroso placer, cualquier parturienta podrá decírtelo- me aclaró Mariano, sin saber que aquella observación me hería profundamente.

El deseo por concebir un hijo se había prolongado demasiado y a Jorge no parecía interesarle hacer crecer la familia. Mis amigas no hablaban más que de sus hijos y al permanecer callada delataba la amargura que sentía al saberme sola. Tan sola como esa indígena atendiendo su propio parto, pero ella, en un instante abandonaría aquella soledad al sentir a su lado la caricia de su propio amor. Repetí estas últimas palabras en voz baja y me avergoncé de tanta cursilería maternal.

En un enorme salón, contiguo a nuestra recámara, había una serie de objetos extraños para mí. Se trataba de antiguas piezas de navegación del siglo XVI y XVII que habían pertenecido a embarcaciones inglesas, españolas, chinas y holandesas. Un gran Mascarón cubría por entero una de las paredes cubiertas de madera fina. Cerca de 50 distintas lámparas pendían de las vigas del techo; al centro, una vitrina de cristal esmerilado exhibía sextantes, monóculos, brújulas, timones a escala, sables, vasos, platos y cubiertos de plata. Junto a la otra pared se alternaban estandartes, lanzas, escudos y armaduras. A un costado, un enorme árbol genealógico daba cuenta de varias generaciones que en línea paterna se iniciaba en el siglo XVII y concluían en el año de 1965. Cada hoja del árbol contenía un retrato al óleo de cuatro diferentes personajes en cada uno de los 15 niveles ascendentes.

-¡De 1609 a 1965!- Exclamé asombrada al ver sus nombres grabados en miniatura. Un sólo retrato Coronaba el árbol: Elizabeth Ibargüengoitia de Velasco. Era una pintura en la que la joven lucía un espléndido torso apenas cubierto con una fina gasa que dejaba el nacimiento de sus senos al aire. Sus mejillas pálidas contrastaban con el brillo de unos ojos verdes, de un intenso verde bosque. Las manos parecían sostener un mentón casi perfecto. Sus dedos eran largos, muy largos. Una mujer de extraña y hechizante belleza. Debajo del retrato aparecían a su derecha los Ibargüengoitia y a su izquierda la línea de los Velasco. En la parte inferior, un hombre vestido elegantemente a la usanza del siglo XVII llevaba por nombre Gonzalo de Ibargüengoitia, Archiduque de algo que ahora no recuerdo y junto a él, Doña Prudencia Arnaz. En el mismo nivel, pero al otro extremo se observaba a Don Jacinto de Velasco, Doctor de la Ilustrísima Universidad de Salamanca y a su mujer, Doña Caridad Esquivalzeta.

Absorta en la contemplación del árbol genealógico dejé transcurrir el tiempo. Mariano y Jorge irrumpieron de pronto en la habitación dejando tras de sí una estela de perfume de mujer. No pertenecía a ellos sino a ella; A la dueña de casa; A la fina señorita Elizabeth. Portaba nombre de reina y en verdad lo era. La pintura al óleo poco le favorecía. Ella era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. Una extraña sensación me invadió de pronto. Emoción, mente y cuerpo se fundieron como plomo bajo el ardiente fuego que irradiaba la presencia de Elizabeth. A la admiración le sucedía la envidia; A la aceptación, el rechazo; Al reconocimiento, el enojo. Eramos casi de la misma edad, pero entre ambas se abría una infinita brecha cultural y social de la cual me percataba claramente. Una mujer puede competir con la belleza de otra, pero difícilmente con su herencia cultural, con su clase, y eso me hacía sentir incómoda, insegura. Quise de inmediato descubrir algún defecto en ella, algún ademán impropio, cualquier cosa de la cual asirme en mi propia defensa.

-Elizabeth. Ana.- Fue la escueta presentación de Mariano.
-Espero que disfruten sus vacaciones. La casa permanece vacía casi todo el año, así que siempre es grato contar con amigos en ella. Sólo un favor, no traten de entrar a la habitación de puertas negras, pertenecía a mi padre. Ahora discúlpenme, deseo descansar un poco, el viaje fue largo y tortuoso.

Ni siquiera nos había dado la oportunidad de abrir la boca cuando dio media vuelta alejándose lentamente de nuestra vista. La túnica blanca que le cubría dejó traslucir su cuerpo al cruzar el rellano de la sala. Su desnudez me alteró al grado de proponerle a Jorge retirarnos de inmediato.

-¡Lindo caftán, ese!- dijo Jorge sin quitarle la vista de encima. -¡Lindo caften, eres tú!- estaba en realidad molesta con el descaro de Jorge. Sino, por qué emplear esa palabra que ya había quedado enterrada en mi memoria. La sola idea de pensar en tratantes de blancas me estremecía. Cuando conocí a Fabián, ya hace muchos años, le pregunté:

-A qué te dedicas- con una actitud altiva me respondió:
-Soy caften y me gustaría que colaboraras conmigo.-

La palabra caften, como él la pronunciaba, adquiría un acento más francés que turco. No sé qué me imaginé que podría ser aquello de caften, pero la palabra sonaba interesante y no quise demostrar mi ignorancia de niña bachiller frente a él, así que acepté ser su colaboradora. Primero como novios, luego amantes y al final, un día me llevó a una gran fiesta de diplomáticos en donde pronto supe que iba en calidad de mercancía y no de invitada. Un tipo rubicundo y medio calvo me esperaba en la alcoba con una copa en una mano y un Habano en la otra. Me recibió con una sonrisa amable, con el aplomo de un lama tibetano haciéndome sentar a su lado. Fabián me había rogado ser extremadamente amable con el Embajador pues de él dependía la decisión de algunos importantes negocios con los cuales podríamos viajar a Medio Oriente.

-Ponte cómoda, muchacha- en ese momento me pareció una invitación paternal, pues el fulano podría ser casi mi abuelo.

Pero apenas me acomodé junto a él me tomó de los hombros conduciéndome suavemente hasta sus labios. El sabor del tabaco se confundía con el aroma de un embriagante perfume que terminaron por excitarme. Mientras me besaba, sus ágiles dedos abrían los botones de la blusa y se internaban presurosos bajo el corpiño de seda hasta apretar mis senos con tal suavidad que me resultaba difícil resistirme a tales caricias. Decidida a todo, me desprendí de la blusa para regalarle mis tetas. Era como descorrer las cortinas del Lido de París. La frente me ardía, avanzó sus manos hacia mis pechos y con su dedo índice pareció oprimir todos los botones de las constelaciones del Universo cuando finalmente llegó hasta mi pezón. La Vía Láctea empapó mi calzón. Más tarde, cuando fumábamos muy abrazados y desnudos aún, entendí el verdadero sentido de la palabra caften y entonces comprendí el tipo de trabajo que realizaba Fabián. Jamás lo volví a ver.

-No me dirás que estás celosa. Te has quedado pálida, como muerta.- con estas palabras, Jorge me envolvió en sus brazos y continuó diciendo:
-Tú abarcas todos los espacios de mi mente, de mi cuerpo. El sexo acerca más que el amor y todavía no nace quien pueda suplirte en las artes del placer. No te sientas celosa, no hay motivo.

No eran celos los que sentía en ese momento, y menos por Jorge a quien me unía un amor más fraternal que carnal. Era la posibilidad de perder la atención de Mariano lo que en realidad me inquietaba. También el fugaz recuerdo de Fabián, recobrado ahora, después de 15 largos años de esperar su llamada. El orgullo y la dignidad son vanas consejeras de la moral, se refugian tras el caparazón de la razón y despiadadamente terminan por extinguir la pasión. ¿Qué habría sido de mí, de haber aceptado el viaje con Fabián, sus condiciones, su estilo de vida? No estoy segura, pero al menos no me hubiese visto relegada a ser una perfecta historiadora ama de casa, viajando cada fin de semana al supermercado, fingiendo placer en la monotonía de los mismos brazos, bajo las dulzonas palabras que terminan por perder su sentido, haciendo el amor como quien se lava los dientes, despellejándome los sentidos al paso del tiempo. Al menos hubiese conocido otros países, otras personas; Me hubiese internado en la flagelación constante de entregarme a otros con el lúbrico placer que otorga el miedo, la inseguridad. Abrir el grifo por el que corre tanta adrenalina al sentir la mano ajena sobre tu piel, sentir esos dedos extraños penetrando entre tus piernas hasta hacerte chorrear los jugos con el furor de una loba en celo. Ahora lo sabía de cierto.

Después de comer, Mariano no regresó sino hasta el anochecer. Jorge se había mantenido junto a la alberca en duermevela y yo daba vueltas por las habitaciones junto con mis pensamientos. Algo me incomodaba en aquella casa y no deseaba reconocer que se trataba de la inoportuna presencia de Elizabeth. ¡Era tan joven para ser tan rica! Quise justificar su fortuna gracias al accidente de haber nacido en el seno de una familia de alcurnia. Así cualquiera puede ser millonario. Pero no era eso lo que en verdad me irritaba, sino su altivez, esa seguridad de quien sabe ordenar y ser obedecida. Quizá su extraña belleza y saberme en desventaja, aunque yo también me sabía hermosa y atractiva. A cada instante consultaba el reloj y los minutos parecían pasar lentamente con un desgano tal que se antojaba adelantar las manecillas. Sin darme cuenta, me dirigí hacia la alberca. Ya no recuerdo lo que dije, pero insulté a Jorge. Lo acusé de evadirme, de estar pensando en ella y no sé que otras estupideces le argüí. La discusión derivó en un enojo mutuo que nos condujo al más profundo de los silencios. Esos silencios tan frecuentes entre nosotros producto del tedio y aburrimiento, de la incomprensión y la intolerancia. Jorge se refugió en la habitación y yo aproveché la ocasión para acercarme a Elizabeth quien se encontraba en ese momento tenida al sol, apenas cubierta por su transparente caftán. Sin voltear a verme me invitó a sentar a su lado.

-En el amor- me dijo -más que hablar de fidelidad hablemos de lealtad, precisamente por lo que de amistad tiene el amor. La lealtad es imprescindible que exista. Si tú eres desleal con la persona que está más próxima a ti, ¿Qué confianza de lealtad se puede poner en ti? Me parece que es lo único exigible. Si el amor se va transformando en otra cosa, si la rutina lo va deteriorando, lo primero que debes hacer es tener una conversación con esa persona, decirle lo que piensas e intentar, con ella, reintentar el amor. Eso es lo que Jorge ha tratado de hacer contigo y tú no lo has entendido. Aún después de una infidelidad hay que tener la lealtad de decirlo. Sino, el sentimiento se transformará en resentimiento y éste lo corrompe todo.

Quedé atónita ante aquella conclusión y me sentí algo traicionada por Mariano al comprobar que Elizabeth sabía de nuestro affaire y sin embargo quise comprobarlo.

-¿Por qué me dices esto?- le interrogué.
– Vives equivocada. Identificas el amor con la posesión y la penetración y eso ya es antiguo. Hay quienes piensan que los jóvenes como yo, son rarísimos restregándose unos contra otros en las discotecas y luego salen de allí y cada uno se va a su casa. Pero es que en realidad, han estado haciendo el amor sin penetración porque no la necesitan. Antes existían kilómetros de distancia entre el sofá y la cama. Ahora todo mundo tiene un sofá convertible y eso es terrible, porque de repente, te das cuenta de que te has comido el postre sin pasar por los aperitivos. Entonces, ¿Qué importancia pueden tener para ti esos pequeños roces, esas secretas caricias, misteriosas, casi arrebatadas, ese beso a hurtadillas, esa mirada en la mirada?. Después de haberse tomado el postre, los aperitivos ya no tienen sentido. Y el camino de vuelta al amor es costosísimo. Por eso, yo, que no soy partidaria de la castidad y que no me afiliaría a ese club… Me parece, entre otras cosas, que el sexo sin pasión, es como bailar sin música, pero el amor sin sexo es no bailar. Hay que hacer el amor al ritmo de la pasión.

Las palabras de Elizabeth me cautivaban. Su monólogo parecía estar dirigido especialmente a mí. La seguí hasta el jacuzzi para seguirla escuchado.

-La pasión es distinta del amor. La pasión es un amor que se reconcentra, que se aísla, que elimina todo el resto del mundo, que se queda frente a frente con el amor desnudo y solo. Esa es la pasión y solamente se puede tener una vez en la vida. Es como una larga guerra de la que se vuelve, si se vuelve, completamente cambiado, con los ojos mirando de otra manera y con el alma quebrantada y comprensiva. De un amor se puede salir limpio y dispuesto para otro amor. De la pasión, no.

Durante un largo rato guardamos silencio. Ambas bebíamos vino y poco a poco me empecé a sentir un poco aturdida. No sé en que momento Mariano se había incorporado a la charla y ahora Jorge también entraba en la enorme tina de burbujas. Nadie hablaba. Solamente intercambiábamos miradas furtivas. Todo se mantenía a la expectativa, como soldados que esperan la señal para el ataque. Al salir de entre las espumas Elizabeth dejó al descubierto su cuerpo desnudo, era extraordinariamente fina su piel bronceada y sus senos firmes denotaban la juventud que reflejaban sus ojos cristalinos.

Jorge la siguió con su mirada mientras iba y regresaba con otra botella de vino. Ese momento fue aprovechado por Mariano quien sorpresivamente llevo el dedo de su pie hasta mi sexo haciéndome chorrear de inmediato. Discretamente me acerqué a él para acariciarle desde los muslos hasta llegar al punto que más me interesaba. Lo tomé con fuerza y sin ninguna preocupación empecé a acariciarlo con furor. Elizabeth se acercó también a Mariano besándolo frenéticamente en los labios. Sentí de pronto una rabia que tuve que contener para no perderlo. Jorge observaba aquella escena con cierto placer morboso. Salió de la tina y se alejó perdiéndose de vista.

Mariano se dejaba querer por nosotras. Debajo del agua quise hacerlo terminar para reducirlo a la impotencia, justo cuando sentí la rígida penetración de Jorge. Me dejé caer en los brazos de Mariano quien aprovechó la oportunidad de penetrarme por el frente, y Elizabeth se dedicó a besar a Jorge. Aquel encuentro parecía interminable. Continuamos sobre la alfombra y al final todos cambiamos en la misma cama abrazados unos a otros. Así amanecimos.

Al despertar giré la vista hacia Jorge, entonces comprendí el cariño que le tenía, comprendí la admiración que me había conducido hasta él, pero también me descubría a mí misma por primera vez. El había hecho lo imposible por reinventar el amor, pero para mi todo era más claro, de un amor se puede salir limpio y dispuesto para otro amor. De la pasión, no. Salí de la cama como liberada de una gran culpa que había cargado durante años, besé a Mariano y luego a Jorge, me calcé mis sandalias y sin más que los jeans y mi blusa me encontré de pronto a pie de carretera pidiendo un «ride» para California.

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