Tenía yo catorce años en aquel entonces y estudiaba en uno de esos colegios para niños de clase alta en un puerto del Pacífico mexicano (Acapulco), cosa que no me gustaba del todo, porque los profesores eran bastante estrictos con los alumnos.
Ahora bien, lo bueno del asunto era que en el colegio, había unas chiquillas sumamente hermosas. Algunas de ellas provenían de aristocráticas familias extranjeras, residentes en el país. Otras, en cambio, eran hijas de personas que cumplían labores diplomáticas en los consulados del puerto, o bien, hijas de magnates, hoteleros, inversionistas, políticos y profesionales destacados. El ambiente escolar, según recuerdo, era agradable. Aunque a veces, como sucede en muchos colegios, se volvía un tanto tedioso y aburrido, para mi gusto de adolescente.
No obstante, las cosas marchaban espléndidamente para mí en el colegio, puesto que lograba llevarme a las mil maravillas con mis compañeros y compañeras, y éstos solían de vez en cuando invitarme a una que otra fiesta, a la playa (que era un lugar más interesante por los bikinis que podía admirar con mis amigos), y, desde luego, al cine. Y éste es, precisamente, el lugar en que ocurrió mi aventura. Una aventura que, pese a que la viviese hace ya tanto tiempo, sigue muy clara en mi memoria.
Sucedió, pues, que un día mis compañeros me invitaron a una fiesta, a la cual asistí. Era la «tradicional» fiesta de «Champagne» del colegio (de lo más aburrida que se puedan imaginar, ya que se premiaban las hazañas de los estudiantes destacados en deportes). Asistí solamente porque quería ver qué pescaba por allí, y para mi propia sorpresa, resultó que pesqué. Conocí a una jovencita preciosa de nombre Isabella, que era hija de un matrimonio argentino, que tenía varios años de haber emigrado de Buenos Aires a México, y sus papás habían decidido establecerse definitivamente en el puerto. En la fiesta, Isabella no tardó en conquistarme, debido a que tenía los ojos azules más bellos que yo hubiese visto jamás. Pero, tratándose de su figura, no me impresionaba mucho que digamos. El cuerpo de Isabella no parecía dar muestras de querer desarrollarse. Era flacucha y sus senos apenas si podían distinguirse tras la tela de sus blusas. Además, tenía en los dientes unos frenillos horribles y usaba unos lentes tan gruesos y grandes que le darían miedo a cualquier científico loco. Pero dice un viejo refrán: «no hay mal que por bien no venga», y, en este caso, ese refrán se cumplió a pie juntillas. Bueno, como tampoco yo era un «adonis griego», Isabella terminó siendo mi novia. Pero éramos unos novios muy especiales. Difícilmente demostrábamos el afecto o la atracción que sentíamos el uno por el otro. O, mejor, dicho, nunca pasaba «nada de nada» en nuestra relación. Ni siquiera había tenido el valor de darle un besito en la boca. ¿No les parece eso «imperdonable»? ¡Y es que yo carecía de toda inspiración! Una carencia total. ¡Mi novia era un tallarín!… Y yo, un tímido principiante, que había recurrido al viejo truco de la carta para pedirle que fuese mi novia. ¡Dios!
Sucedió pues, que la invité un día viernes al cine. Exhibían la exitosa película «Gente como Uno». Un tristísimo drama sobre la historia de una familia americana común y corriente. Quedé de pasar a recoger a Isabella a su casa a las cinco de la tarde. La película comenzaría a las siete y media de la noche. Calculé que tendríamos suficiente tiempo para llegar en taxi al cine, comprar los boletos y quizá tomarnos un café antes de meternos a ver la película. Pensé que aquella sería una noche igual de aburrida que las otras en que había ido al cine con Isabella, pero gracias a Dios no fue así. Me arreglé lo mejor que pude para la ocasión, pensando que al pasar a recogerla a su casa, forzosamente tendría que conocer por vez primera a sus padres. Llegué por fin a la casa de Isabella y toqué el timbre. Isabella salió a abrirme, y no tardó en decirme que habría una pequeña modificación en nuestra salida al cine. Dijo que iríamos, pero que nos acompañaría su mamá. Al oír aquello estuve a punto de decirle a Isabella que mejor lo dejáramos para otra ocasión cuando en eso apareció Laura Iriarte, la madre de Isabella. Se presentó muy cordialmente, preguntándome que si no me importaba que nos acompañara al cine, explicando que su esposo había tenido que ir a la capital por tres días en un viaje de negocios, y que ella tenía muchos deseos de ver la película «Gente como Uno». Me quedé tan turbado de la emoción al verla que no me fué posible responder enseguida a su pregunta. Nunca hubiera imaginado que la madre de Isabella fuese una mujer tan hermosa. Era de pelo castaño y ojos color miel. El pelo le caía en cascada sobre los hombros. Tenía, además, un busto maravilloso, y las piernas y caderas más torneadas que yo hubiera visto en el puerto. Iba vestida con una blusa blanca, y una falda larga color azul marino, que se abotonaba por la parte de enfrente desde los pies a la cintura. Usaba unas zapatillas de charol negro de tacón alto, sin medias, esto debido quizás al intenso calor tropical que se dejaba sentir aquel verano. Le respondí de inmediato que no tendría el menor inconveniente en que nos acompañara. Sonrió delicadamente y me dio dulcemente la gracias con su sofisticado acento argentino. Nos dijo que nos subiéramos al coche.
Isabella se sentó junto a ella en el asiento contiguo al volante. Yo me senté en la parte de atrás. La señora Iriarte, cada vez que veía con el espejo retrovisor, me sonreía y me guiñaba un ojo. Pensé que bromeaba conmigo por saber que era el novio de Isabella. Finalmente, llegamos al cine. No había mucha gente haciendo cola. Antes que tuviera tiempo de sacar mi cartera para comprar los tres boletos, la señora Iriarte le dijo a Isabella que se formase en la fila para comprarlos, argumentando que de esa manera trataría de compensar que la dejásemos venir con nosotros. Isabella la obedeció con evidente alegría. Se notaba que estaba ansiosa por ver la película, pues unas compañeras del colegio le habían dicho que el héroe de la película era muy bien parecido. En cuanto Isabella se formó para comprar los boletos me quedé a solas con la señora Iriarte, ella me preguntó sonriente: «¿Así que vos sos el novio de Isabellita?» «Sí, señora Iriarte… Siempre y cuando usted nos dé su consentimiento de que lo seamos», respondí temeroso e inquieto por la forma en que ahora me miraba. «Vamos, vamos -explicó ella, pasándose la uña color rosa de su dedo índice por los labios de brillante color carmín-, no me digas tan formalmente «señora Iriarte». Puedes llamarme simplemente Laura». En eso estábamos cuando regresó Isabella con los boletos. Cada uno tomó el suyo y sin más entramos al cine. Les pregunté si querían comprar refrescos o caramelos antes de entrar a la sala. Laura dijo que sí, y le pidió a Isabella que fuese a comprar los refrescos y las palomitas de maíz. Cuando Isabella regresó, cada uno tomó lo suyo y nos metimos a la sala a ver la película. Ya habían apagado las luces y estaban poniendo los cortos de los próximos estrenos. Resultó que al sentarnos, yo quedé en medio de las dos. A los pocos minutos dio comienzó la película. Isabella se concentró tanto en lo que veía que perdió completa noción de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Yo miraba a Isabella y a Laura de reojo, discretamente. Isabella parecía estar hipnotizada. Su mirada se perdía en los paisajes de bosques solitarios y música con que daba comienzo la historia. Laura, por su parte, jugaba con la lengua la pajilla de su refresco. Pensé que lo más recomendable era concentrarme en lo que veía, para no hacer algo de lo que después tuviese que arrepentirme.
De pronto, sentí la pierna derecha de Laura golpeando levemente contra la mía, y su zapatilla rozaba también con suavidad mi zapato. Respondí al golpeteo con la misma pierna que me golpeaba Laura. Luego, bajé mi mano a la altura del bolsillo de mi pantalón y rocé muy despacito el muslo de ella, quien ya para entonces había dejado inmóvil su pierna. Seguí con la exploración de mi mano, hasta que toqué uno de los botones delanteros de su falda, el cual se hallaba a unos veinte centímentros por debajo de su cintura. Temeroso de lo que hacía, me detuve para mirar otra vez de reojo a Isabella, que al parecer seguía embelesada con el héroe de la película. Tomé el suficiente valor y saqué con cuidado el botón de su ojal. Luego saqué otro y otro más. Laura cubrió mi mano con su antebrazo, y abrió muy lentamente las piernas, sin dejar de mirar hacia la pantalla. Introduje mi mano en su falda y mis dedos se encontraron de lleno con sus panties. Sentía en la punta de mis dedos el calor y la excitante humedad que emanaba de su sexo y que dejaba sentirse sobre la sedosa superficie de sus panties. Aparté uno de de los bordes de sus panties y metí el dedo de en medio en su mojada vagina. Estuve varios minutos metiéndolo y sacándolo y jugando con su clítoris. Ella se mordía el dorso de la mano para reprimir los gemidos de placer que le provocaban el movimiento de mi dedo. Cuando sintió que ya no podía más, retiró discreta con la otra mano mi dedo del interior de su vagina. Se levantó diciéndole en voz baja a Isabella que iba al baño. Yo me quedé esperando a que saliera, y le dije quedito a Isabella que iba a comprar otro resfresco. Apenas si despegó la vista de la película al oírme.
Salí como de rayo de la sala y volteé a ver para todas partes para estar seguro que nadie descubriera lo que haría a continuación. Recuerdo que uno tenía que bajar unas anchas escaleras alfombradas de diseño estilo caracol y caminar un largo pasillo para poder llegar a los baños. Primero me metí en el baño de los hombres, a fin de comprobar que no hubiera nadie y, efectivamente, así fue. Abrí la puerta del baño de las mujeres, y entré. La puerta podía cerrarse por dentro, así que puse el seguro a toda prisa. Encontré a Laura en uno de los closets femeninos para uso del water. Estaba esperándome con la falda abierta. «Ven… -dijo al verme-, dámelo todo». Empezó a desabrocharme el pantalón con rapidez. Y en cuanto encontró mi miembro lo mamó hasta dejarlo tan duro que parecía de estar hecho de piedra. Yo, mientras tanto, jugaba con sus senos, apretándoselos, y rozando con la punta de los dedos sus pezones. «Sigue, sigue, Laura… Ahhh… No pares, Laura, no pares…», decía yo entre gemidos de placer. Laura se levantó y abrió generosamente sus piernas, recargando su espalda contra la pared. «Vos a sabrás ahora lo que es adueñarte de una mujer. Anda, anda, metémelo dentro ya, con todas tus fuerzas», dijo ella. Sin más, la penetré tal como me lo pedía. Tratando de complacerla en todo.
Laura me llenaba de besos, en los que metía su lengua tratando de hacerla alcanzar mi garganta. La levanté de las caderas y seguí metiéndosela hasta que sus labios vaginales rozaran mis testículos. En menos de diez minutos la hice que tuviera un orgasmo. Cosa admirable en mi calidad de novato. Aguanté lo más que pude para no eyacular tan rápidamente y seguir así disfrutando de aquellas sensaciones tan deliciosas que me regalaba su sexo, sin embargo, me resultó imposible. Súbitamente, de mi miembro salieron chorros de esperma ardiente, que inundaron su vagina. Quedamos unos segundos abrazados, exhaustos, besándonos, antes de que decidieramos por fin separarnos. Laura se quedó en el baño aseándose y arreglándose el vestido. Yo salí de allí pidiendo a Dios que no hubiese nadie afuera que pudiera verme e ir a reportarme a la gerencia. Por fortuna, no había una sola alma en todo el pasillo. Me metí de prisa al baño de hombres y comencé a lavarme el sudor de la cara y el pecho. Escuché que Laura salía del baño y, por el eco de sus pasos en el pasillo comprendí que se dirigía a la sala. Mirándome al espejo, me arreglé la ropa hasta quedar impecable. Sonreí pensando que había valido la pena dejar que la madre de Isabella nos acompañase al cine. ¡Qué suculenta vagina tenía la señora Iriarte (Laura)! Volví a la sala, refresco en mano, como si nada hubiera pasado. Isabella seguía embelesada con la trama de la película, porque apenas si reparó en mi llegada. Laura miraba ahora la pantalla con una amplia sonrisa de satisfación en los labios, golpeando de cuando en cuando -con complicidad- su pierna contra la mía.
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