Lo reconozco, soy una mujer sumamente cachonda; en son de broma le respondo a mi pareja, cuando me pregunta si tengo ganas, “siempre”. Soy lúbrica, sicalíptica, gozosa, en una palabra, caliente. Mi cuerpo está hecho para ejercer la sensualidad: Morena, 1.72 de altura, ojos café claro, casi miel; nariz chatita, boca grande, de labios anchos, carnosos, mordibles; mucho busto y más cadera. Para quienes les gustan los números 92, 62, 94. Y respondo al nombre de María Elena.
Desde que tengo uso de razón he tenido un feroz apetito por lo carnal. Ya en la escuela secundaria le clavaba el ojo a los chicos, imaginándome ser acariciada por ellos, mis bragas se mojaban inmediatamente al pensar en sus manos navegando por debajo de mi falda, tocándome los muslos y las nalgas, sin saber, todavía, que podían ir más allá; tan sólo pensando en el calor o frío que podía sentir al ser tocada por ellos, entonces, me inundaba de un flujo que se escurría por mi entre pierna.
Fue en estos raptos de lujuria anticipada que empecé a masturbarme, al principio con algo de pudor; únicamente acariciando mis piernas una contra la otra, sintiendo como el calor de la carne crecía, como mis labios vaginales se rozaban. Buscaba cualquier momento para dedicarme a este ejercicio, a perderme en la sensación. Si estaba en clase dejaba de escucharla; en el comedor, la hora del almuerzo o de la comida se extendía.
Después esto dejo de llenarme, así que empecé a acariciarme. Con las manos, directamente: mientras me bañaba, mientras veía tele en mi cuarto, siempre era un buen momento. Acariciaba mi incipiente vello, metía mis dedos entre los pelillos de mi panocha para desenredarlos, jugueteaba alrededor de mi vulva posponiendo el goce de tocarme los labios, finalmente los sujetaba, me los halaba y apretaba, los acariciaba siguiendo su contorno, metiendo mis dedos en lo más profundo de mi mojada vagina. No tarde en encontrar y reconocer mi clítoris, la capacidad que tenía de hacerme temblar, sentirlo como se inflamaba, como me estremecía al acariciarlo, al jalarlo, al girarlo suavemente, al golpearlo con mis dedos, para un lado para el otro. Descubrí muy pequeña lo que era un buen orgasmo y se volvió aspiracional.
Mis juegos me llevaron a olvidar un poco mis obligaciones estudiantiles y deje de entrar al salón de clase para recluirme en alguno de los cubículos del baño de niñas. Ahí practicaba mi nuevo y más preciado juego.
Fue en una de esas escapadas, en la que, Daniel, me encontró; trepada en el retrete y acariciando mi vulva con un bolígrafo. El profesor de literatura había notado mi ausencia y mando a buscarme. Cuando Daniel pasó frente al baño de mujeres oyó mis quejidos. Quejidos que, claro, en mi arrobamiento, no me había dado cuenta que el volumen de mi voz era más alto de lo que me había imaginado. Daniel abrió la puerta conducido por mis jadeos.
Aún recuerdo su carita. Sorprendido al verme en semejante estado. Me detuve en el acto. Mi primer intención fue salir corriendo, huir, escapar de ese momento que me parecía bochornoso, pero el rostro de Daniel perdió su perplejidad y se lleno de una lascivia comparada a la mía.
Anda continúa, me dijo. Y mi mano retomo la guía del bolígrafo.
Al principio creí que era el masturbarme, lo que me ponía aún más cachonda, en realidad era mirar que me mirara, sentir como con sus ojos seguía la ruta del bolígrafo; imagine sus ojos mirando mis labios vaginales abrirse, contemplando lo incipiente de mi vello, alcanzando a ver las paredes de mi sexo. Empecé a mojarme más y más, la excitación que me atrapaba me obligo a apartar la vista de su mirada, entonces sentí como su mano me arrebataba el bolígrafo y eran sus dedos los que tomaban su lugar.
Unos dedos inexpertos, torpes, llenos de dudas, pero calientes, carnosos, vivos que me estremecieron vívidamente. Acariciaban lo largo de mi vulva, rozando con premura mi clítoris, introduciéndose en mi vagina, llenándose de mi intimidad. El movimiento pasó de ser medroso a llenarse de furor, lastimándome gratamente el sexo, consiguiendo que me derramara a chorros en su mano.
Las piernas se me doblaron y conseguí detenerme antes de caer, quedando en cuclillas frente a mi provocador. Que sin dejarme respirar, empezó a acariciar el ojo de mi ano. Su dedo giraba en rededor de mi rugoso hoyuelo. Se deslizaba suavemente gracias a lo abundante de mi flujo. Me estremecí tanto que lo sujete de los cabellos, jalando su cabeza contra mi cuerpo.
Daniel continuó con su acometida contra mí recto. Introdujo primero un dedo en mi ano, haciéndome vibrar de placer y le dio por bombearlo. Me moría. Era dolor y gusto mezclado, era placer y vergüenza unidos, era la más grata caricia que hasta entonces hubiera recibido. Después, volvió a embestir mi vagina. Con la otra mano, dejó lanzarse dos dedos contra mi sexo abierto. Juntando el ritmo de los que atacaban la entrada de mi ano, con los que jugueteaban con mi otra abertura consiguió hacerme reventar en lo que después, mucho después, supe que era un orgasmo.
Así despegó mi carrera sexual activa. Carrera llena de situaciones alegres, terribles y felices, que lleva ya unos 8 años, y que de sus pormenores, les iré dejando saber por este medio.
Por lo pronto, muchos besos y lúbricos pensamientos.
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