Hoy quiero compartir con toda la red una experiencia que me ocurrió no hace mucho, durante una guardia en el Hospital Rosales, mientras hacía mi internado en Cirugía. La noche había sido terrible y la faena ardua. De tal modo que a la una de la mañana estaba tan cansada que ya no podía más y casi me derrumbaba por el sueño. Así que para despabilarme un poco, salí del pabellón donde estaba de turno y me dirigí a la cafetería del hospital por un café. El resto de la madrugada se veía que iba a estar tranquilo. La emergencia estaba casi vacía, salvo por un par de heridos que habían llegado recién y ya eran atendidos por algunos compañeros.
Llegué al cafetín, pedí un café y me senté a paladearlo con toda tranquilidad. Rato después, apareció por la puerta de la cafetería la doctora Osorio. Inconfundible por su alta estatura y porte elegante y majestuoso. Era una residente de primer año de medicina entonces y creo que ni se le cruzaba por la mente llegar a ser neumóloga. Entró a la cafetería y pidió también un café y fue a sentarse a la misma mesa que yo.
-Hola -dijo- ¿qué tal?
-Aquí, tomando un descanso -contesté.
-Sí, ¿verdad?. Estuvo algo pesado el turno.
-Mucho.
Y seguimos tomando café sin decir muchas palabras. La Dra. Osorio era una mujer en verdad soberbia. Era la más alta de todas las residentes, y más que su estatura, destacaba en ella una belleza envidiable. Era blanca, cabello castaño oscuro y ojos café claro. Tenía un cuerpo espléndido y esbelto y un rostro de ángel.
– Oye -dijo sacándome de mis reflexiones- ¿tú te llamas Ángela Margarita, verdad?.
– Sí, ¿por qué?
– Yo me encontré un Manual de Terapéutica con tu nombre y… anduve averiguando de quien se trataba para devolvérselo. Hasta ese momento, recordé que cuando cursaba la rotación de Medicina Interna, durante un seminario dejé olvidado el libro en un asiento del auditorium y que, cuando regresé por él ya no lo encontré. -¿En serio?, no sabe cómo he buscado ese libro. !gracias a Dios que lo encontró usted!
-¿Sabes? -dijo- por las señas que me dieron me imaginé que eras tú.
-¿Cuáles señas?
-Bueno, estatura media, guapa, trigueña, cabello lacio, y…
-¿SÍ?
– Bueno, nalgas grandes y… bonitas…
Se ruborizó al decir aquello, y a decir verdad, yo también. Yo salí con una frase para desenredar el embarazo del momento:
– ¡Qué gracioso!, bueno, pero si ocupa el libro me lo entrega después.
-No -dijo- ya compré uno. Así que hoy mismo te lo puedo entregar.
-¿Lo tiene aquí?
-Sí en la casa de residentes. Si quieres vamos y te lo entrego allá. Asentí. En ese momento yo ya había terminado mi café, pero ella aún tenía la mitad del suyo. Lo tomó en sus manos y nos dirigimos al ala destinada a los médicos residentes. Llegamos y entramos a un cuartito con lo más indispensable: una cama, una silla, un escritorio y un armario. Ella se quitó la gabacha blanca aludiendo demasiado calor y me instó a hacer lo mismo si gustaba. Yo le dije que no sentía calor. -Veamos -dijo hurgando entre las cosas del armario- por aquí tengo tu libro…
Estaba buscándolo a una mano, así que dejó el café sobre el armario y se dedicó a buscarlo con ambas. Revolvió y revolvió como loca el closet sin encontrar el dichoso libro. En un movimiento brusco, el café cayó desde donde lo había colocado por mala suerte, y se desparramó sobre la delgada blusa del traje celeste que llevaba para los turnos. -¡Demonios! -vociferó -permíteme un segundo -me dijo. E inmediatamente se sacó la blusa, dejando semidesnudo su plexo. El líquido había traspasado con facilidad la tela de algodón y había ensuciado su brassier de fino encaje. -¡Vaya! -dijo- ahora voy a tener que lavarlo antes que se le pegue la mancha y sea difícil sacarla después… ¡Y se lo quitó! Se lo sacó sin más ni más, como si en la habitación no hubiese nadie más que ella, como si mi presencia no le incomodase en lo más mínimo. Sus senos blancos quedaron al descubierto, trémulos, desafiantes, macizos, comandados por dos tetillas rosadas erguidas generosamente. En ese momento yo no sentí más que admiración porque la Osorio tenía unas tetas muy hermosas, tal como me gustarían que fueran las mías. Los senos se le veían un poco irritados pues el café aún seguía muy caliente. Para aliviar el ardor momentáneo, echó agua sobre ellos. Al refrescarse, sus pezones comenzaron a tomar una solidez exagerada, como punta de lanza y sus carnes se pusieron más firmes y tensas. Con delicadeza comenzó a lavar la prenda en el lavamanos, y dijo: -Espérame un momento, Margarita. Ya te voy a dar el libro… Al ratito salió con el brassier limpio, lo tendió de un clavo, sacó otra blusa celeste, pero no se la puso, y en lugar de ello se sentó a la par mía en la cama. Siempre he sido una mujer muy liberal pero aquella situación me incomodó poco. Ahí la tenía, con los senos al aire, hembra magnífica. Se acostó en la cama, cubriendo su desnudez echándose la blusa encima sin ponérsela, y dijo:
-¿Sabes?, me arde el pecho por lo caliente que estaba el café…
-Sí, me imagino.
-¡Ay!, si supieras como siento… -recalcó.
-Debe doler bastante.
-Sí…
Se quedó un buen rato así. Yo no decía nada y ella, al parecer estaba a punto de ser vencida por el sueño. Por fin dijo:
-Si quieres quítate tu blusa…
Yo sabía hacia donde nos estaba llevando con su actitud, ¿pero qué podía perder?. Además, acababa de descubrir que aquello no me desagradaba en absoluto y eso sólo significaba una cosa: me estaba gustando. Con poca prisa me saqué la blusa y el sostén y me recosté al par de ella. -¿Sabes una cosa? -dijo.
-¿Qué?
-Me gustan tus senos.
-A mí me gustan los suyos también -dije.
-¿Quieres tocarlos? -preguntó.
-Si me deja…
-Hazlo… Y tomó mis manos llevándolas a posarse sobre sus dos masas pectorales que se estremecieron bajo mis manos que empezaron a jugar con ellos con mucha naturalidad y a estimular sus pezones como si esa no fuera la primera vez que se lo hacía a otra mujer. Rosario tenía los pechos más suaves y dóciles que yo había tocado hasta entonces . Sus carnes se distribuían exquisitamente entre mis dedos causándonos a ambas un enorme placer. Rosario gemía y respiraba profunda y agitadamente, indicio que la excitación crecía cada vez más dentro de su magnífico cuerpo. Aquello me encendió sobremanera y entonces puse en juego mi otra mano también. -Vamos, Margarita -dijo- súbete encima mío.
Abriendo mis piernas, me senté a horcajadas abrazando con mis muslos su pelvis y continué el delicioso masaje pectoral al que la tenía sometida. Ella comenzó a acariciar mis pechos también con sus manos blancas y estilizadas. Fueron pocas fracciones de segundos las que ocupó para lograr que mis pezones se pusieran tan duros como los suyos. En verdad soy una mujer que necesita muy poco para excitarse. Sin embargo, en esa ocasión, con aquella hembra colosal me estaba probando una experiencia diferente.
Ella pasó sus manos delicadas detrás de mi cuello y me atrajo hacia sí y sus labios se fundieron con los míos en un beso apasionado y violento. Casi me ahogaba al deslizar su lengua dentro de mi boca, reconociendo con ella todos sus rincones. Con una de sus manos revolvía mis cabellos mientras con la otra acariciaba mi torso desnudo. Cuando soltó mis labios pude respirar por fin con un hondo y agitado suspiro. Empero, ella no permaneció quieta ni un instante, me volteó y quedé debajo de ella y su boca ávida siguió acosando de besos mi cuello, mis hombros y la parte superior de mi pecho. La excitación había hecho presa de mí desde hacía ratos, pero ahora parecía incontrolable, pues la doctora me encendía cada vez más y más y una sensación ardiente comenzó a socabar mi pecho y mi vientre. No era la primera vez que tenía sexo con una mujer. Por el contrario. Ya entonces había perdido la cuenta de cuantas chicas habían probado junto a mí los deleites del sexo puro y duro. Sin embargo, Consuelo tenía algo distinto, algo especial. Ella estaba casada y ya tenía un hijo, y quizás mi excitación consistía en que nunca lo había hecho con una mujer comprometida… y madre sobre todo. Los pensamientos se arremolinaban en mi cerebro en un torbellino desaforado sin orden, abruptos, locos, mucho más rápido que las sensaciones que experimentaba bajo el influjo y el peso del cuerpo de la mujer sensual que desparramaba sobre mi ardientes caricias y besos frenéticos. En la locura de estar bajo el influjo de aquella hembra formidable, no supe de mí, del momento en que ella nos desnudó por completo, sino hasta que ya tenía sus labios pegados a mi vulva, metiendo lenta y profundamente su lengua dentro de ella. La humedad y el roce me producía una mezcla de cosquillas, escalofríos y estremecimiento indescriptible con palabras. Éramos, como se diría, dos hembras fuera de lo común, haciendo de un lado la modestia. Ella, como ya la he descrito, alta, espigada, bien proporcionada; yo de estatura media, rellena, pero todo bien distribuido. En tanto su lengua literalmente trapeaba toda mi vagina, comenzó a encajar uno de sus dedos en mi ano. ¡Fatal! Yo no sé si ella estaba enterada, pero lo que más me enciende es eso: que me manipulen el culo. Es algo que en un santiamén me pone a mil. Es el máximo placer que puedo sentir de un hombre o de una mujer. Con eso logró llevarme al primer orgasmo “en un dos por tres”. Como entonces comencé a gemir alocadamente (como siempre que voy a “terminar”), ella me tapó la boca introduciendo en ella lo primero que cogió con la mano: la blusa que se había manchado con el café.
Aunque yo ya había alcanzado el orgasmo, Consuelo no paró de lamerme y chuparme la torta, era una hembra pertinaz, resistente en lo que hacía. Ya la mezcla de mis jugos y su saliva bañaban buena parte de sus mejillas y resbalaban entre mi ingle, empapando las sábanas, pero ella continuaba con la succión. Una, dos, tres, cuatro veces más me hizo explotar en oleadas orgásmicas, una tras de otra sin control, estremeciendo por completo mi cuerpo. Por fin se cansó de las chupaderas y distanció su boca de mi sexo. Sin embargo, aún su dedo seguía enterrado en mi culo y fue entonces cuando éste entró en verdadera acción. Originalmente lo había metido hasta la mitad, pero fue deslizándolo, rápida pero suavemente hacia adentro, profundo, por completo, una y otra, y otra vez hasta casi alcanzarme el fondo de mi pelvis. Aquí les confieso que muchas veces antes he hecho el sexo anal. No era la primera vez, es más, hasta perdí la cuenta de docenas de vergas que me han acometido por mi hoyito posterior. Sin embargo, no sé que tenía Consuelo que solamente con un dedo me estaba llevando mucho más allá del placer que me habían proporcionado antes. Lo atribuyo a la excitación del momento, quizás o talvez a la forma en que ella lo dirigía y que sabía exactamente qué puntos tocar dentro de mi recto para hacer que me desmoronara en un mar de deleites. En total me hizo alcanzar el orgasmo 8 veces en un lapso de cinco minutos. ¡Un nuevo récord para mí!. Ella sacó el dedo de mi ano, visiblemente agotada por el esfuerzo y se desplomó en la estrecha cama. Aunque sabía que debía dejarla descansarse unos minutos, la excitación que tenía en mis adentros era tanta que no quería desaprovecharla: después no sería lo mismo. Tiré el trapo que tapaba mi boca y sin decirle nada la volteé boca abajo, le alcé las caderas dejándola en cuatro puntos y me apropié de su vulva, embistiéndola por detrás. Desde el primer contacto, mis mejillas y mi barbilla quedaron llenas de sus secreciones, que en ese momento ya eran abundantes; mi lengua profanó aquella intimidad cavernosa hasta lo más profundo. Mi excitación se multiplicó al millón al darme cuenta que, como mujer que ya había tenido hijos, su vagina era más amplia, y me permitía introducir buena parte de mi rostro por lo menos hasta la entrada y con mi lengua podía explorar mucho más dentro que lo que había hecho con mujer alguna. A todo esto, Consuelo era una gran muñecota blanca poseída por demonios de placer que convulsionaban su esplendoroso cuerpo y lo hacían estremecerse, gemir, y revolver las caderas como una loca, como nunca había visto a nadie disfrutar. Era tanto el placer que su cabeza parecía un péndulo descoordinado, instantes enterrado en las almohadas e instantes alzado y revolviéndose como negándose a creer la inmensa satisfacción que estaba experimentando. – Mete tus dedos, mi amor, mételos! -dijo en un instante que sus gemidos se lo permitieron. – Yo introduje un par de dedos dentro de su vagina, teniendo que disminuir la presión que mi boca ejercía dentro de su vulva.
– No, ahí no. -dijo- ¡en mi culo, mételos en mi culo! A diferencia del mío, su ano era más estrecho, más firme, menos “usado”. Por eso me costó un poco hacer que mi dedo índice penetrara hasta el fondo. Pero el estímulo de algo dentro de su recto fue haciendo que el esfínter aflojara poco a poco hasta que pude con menos dificultad, meter otro simultáneamente. ¿para qué voy a explicar con palabras lo que decía o como gemía locamente? Solamente imagínense. Cuantas veces se vino, no sé. Solamente me di cuenta que su vagina manaba caudalosamente un jugo hialino y ralo que prácticamente bañaba sus muslos y mi rostro. Por fin, hasta el cuerpo joven y resistente de Consuelo tiene un límite y por fin cayó, impotente de mantenerse en cuatro, sudorosa y exhausta. Yo tenía un poco más de fuerzas, pero con lo que habíamos tenido bastaba para estar satisfecha. Caí recostada sobre aquella diosa blanca, colosal y ardiente. Mi “médico residente” hasta hace unos momentos y ahora, mi amiga, mi mujer, mi amante. – ¿Sabes una cosa, Margarita? -me dijo
– ¿Qué? -pregunté
– Es mi primera vez.
– ¿En serio? Pues lo hiciste muy bien.
– Sí, Hugo y yo vemos películas XXX con frecuencia y allí he aprendido lo que te hice.
-¿Y desde cuando te gustan las mujeres? -pregunté.
– Bueno… Fíjate que al principio me repugnaban las escenas de sólo mujeres, después me eran indiferentes porque ya me había acostumbrado a verlas, pero luego hasta me gustaron, y la verdad es que nunca había sentido tanto deseo por una hasta que te conocí. Ya me habían contado muchas cosas de ti y de lo que te gusta y por eso me atreví. Las palabras que me dijo me hicieron reflexionar un poco sobre mi “popularidad”, pero sin llegar a la trascendencia de “debo cambiar mi vida un poco, o tengo que moderarme, bla, bla”, porque las siguientes palabras me sacaron de mis pensamientos. – Y ¿sabes? No me arrepiento de haber hecho lo que hice hoy. He quedado completamente satisfecha, como nunca antes en mi vida, ni siquiera con mi esposo.
Eso era algo que he escuchado infinidad de veces y ni siquiera hice un comentario. Ella continuó.
– ¡Lástima que sea la última vez que lo hagamos!
– ¿Por qué? -pregunté sin encontrar alguna causa por lo que no debiéramos seguir esa relación.
– Entiéndeme, soy casada, tengo un hijo. Por el bien de mi matrimonio no debo seguir con esto.
– Está bien, como quieras. -hice una pausa-. Debo regresar a mi servicio. Ya deben extrañarme las enfermeras.
– Ok. Yo también. Nos vestimos, tomé mi libro y salimos a nuestros respectivos lugares. Al volver, me esperaba Diana, la enfermera de la Observación Mujeres evidentemente disgustada. – Por qué se tardó tanto, Dra. Trejos? -dijo en tono sarcástico, a pesar de ser buenas amigas.
– Porque tuve que hacer un “procedimiento de emergencia”, Srta. Alonso- contesté con la misma ironía. Y me dirigí a seguir mis tareas. Diana me cogió por el brazo y me hizo girar el cuerpo hacia ella, mientras me señalaba amenazadoramente con un dedo. – Mira, Margarita. Te conozco muy bien y sé que algo te traes entre manos. Tú me conoces también como soy y ten por seguro que si me estás engañando con un hombre les va a pesar a los dos. Para aplacarla la empujé hacia el cuartito de baño y dentro le besé en los labios unos instantes y le dije en susurro: – No seas tontita. Te juro que no te estoy engañando con ningún hombre.
– Más te vale. -dijo un poco furiosa todavía y se largó. No pude menos que sonreír ante aquel suceso, Ay, no sé porque a veces me gusta complicarme la vida…
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