CAPITULO 3: CINE FAMILIAR:
Habían pasado varios meses desde mi «casual» encuentro con Miriam. Y estaba volando en un avión del puente aéreo Barcelona-Madrid para una cita de negocios.
Una cita auténticamente de negocios con unos clientes, pero que se iba a prolongar con una cena de los otro negocios en casa de Miriam. La llamé para avisarle de mi viaje a Madrid e inmediatamente me invito a ir a su casa a cenar con ella y su marido y «continuar trabajando en el proyecto común que habíamos iniciado en Barcelona». Al pedirle su dirección, me dijo que no me preocupara que me enviaría al chofer con un coche a recogerme donde quisiera. Muy en su línea. A las siete en punto, tal y como habíamos quedado, un Mercedes plateado estaba esperándome en la puerta de mi hotel. Salimos de la capital y tras más de una hora de carretera llegamos a un pueblo en la sierra. El coche se detuvo delante de una casa inmensa, la verja se abrió automáticamente y volvió a detenerse ante la puerta principal. Allí me esperaban Miriam y su marido.
Ella, espléndida como siempre, llevaba un vestido largo pero informal azul turquesa, con aire oriental. Se adelantó dirigiéndose inmediatamente hacia mi y me besó en los labios calurosamente.
– ¡Que ganas tenía de volverte a ver, Ricardo!. Ven que te presente a mi marido, Carlos -.
El me ofreció amablemente su diestra diciendo: – Encantado de conocerte. Aunque, después de oír a Miriam alabarte y de ver el «recuerdo» que me trajo de Barcelona, es como si te conociera de toda la vida -. Apostilló con una sonrisa.
– Exageraciones -. Respondí con falsa modestia.
El parecía mayor que ella, debía sobrepasar ligeramente los 40, pero se conservaba magníficamente: Alto, atlético, ancho de espaldas. La única concesión al paso del tiempo era su pelo canoso que coronaba un cara grande, cuadrada y de facciones marcadas pero agradables. Vestía elegantemente, con un jersey de cuello alto de hilo, un pantalón ligero, impecablemente planchado y unos zapatos de piel que le caían como un guante.
Pasamos al interior de la mansión. Era una casa grande, de diseño muy actual, rodeada de un jardín muy cuidado. El interior lujoso, pero funcional y sin ostentaciones.
Me senté en un sofá junto a Miriam y él se aprestó a preparar algo de beber en un bar que ocupaba una pared del enorme salón. Carlos se sentó en el mismo sofá al otro lado de Miriam y, después de una conversación intrascendente sobre la casa, el tiempo y mi viaje, Carlos me dijo: – He supuesto que te gustaría ver «tu película» y lo he preparado todo para que la veamos -.
– Me parece estupendo. Me apresuré a contestar.
Aquello empezaba a caldearse y además tenia una enorme curiosidad morbosa por verme en aquella película.
Carlos tomó un mando a distancia y un panel en la pared de enfrente del sofá se desplazó para dar paso a una pantalla. Se apagaron las luces y aparecieron las primeras imágenes.
La película comenzaba cuando Miriam y yo llegábamos a la cama, mojados del baño en el jakuzi. La visión de Miriam desnuda me excitó de sobremanera y la verdad me sentí orgulloso de la imagen de mi sexo erecto.
Mi entrepierna comenzaba a animarse cuando sentí la mano de Miriam sobre mi bragueta. Giré la cabeza y vi que estaba acariciándonos el sexo a los simultáneamente.
Aquella película estaba editada y montada y por la alternancia de planos tenía que haber sido rodada con más de una cámara. Incluso la existencia de primeros planos sugería que había habido un tratamiento digital de la imagen. Eran unos maestros del vídeo domestico, no cabía duda alguna.
Al poco rato estabamos los dos con las pollas erectas y fuera de los pantalones, mientras ella nos masturbaba con parsimonia. Realmente la verga de Carlos era extraordinaria: circuncidada, larga, recta y gruesa y en erección las venas hinchadas le daban un aspecto nudoso e impresionante. La masturbación marcaba el ritmo de la película y la presión de la mano de su mano en mi aparato aumentaba cada vez que la filmación mostraba como mi polla entraba en su coño o en su culo o cuando me corría en su boca. Por nuestra parte, Carlos y yo actuábamos al unísono sin habernos puesto de acuerdo. Empezamos por mordisquearle el lóbulo de la oreja, le sacamos el vestido y la dejamos sólo con las bragas puesta. Bajamos sincronizádamente hasta sus pechos, esos pechos que vuelven loco, repitiendo el contacto turbador de unos meses atrás en nuestro primer encuentro en Barcelona, y cada uno de nosotros nos ocupamos concienzudamente del que teníamos más cerca. Finalmente nuestras manos de encontraron en su sexo cálido y húmedo penetrándolo con dos dedos de cada uno que se movían como si de uno sólo se tratara.
Ella comenzó a gemir y nosotros estábamos deseosos de compartir aquel cuerpo y darle todo el placer del mundo con nuestras vergas.
– Vamos a la cama. Os quiero a los dos dentro de mi -. Suplicó Miriam.-
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