Lo siento mamá, soy un imbécil. Un imbécil integral, no creí que llegara a esto, de verdad, fue una estupidez…
Héctor lloriqueaba con la cara hundida entre sus manos, sentado en el sofá. Mientras tanto los dos gitanos se reían entre dientes, uno apoyado en el marco de la puerta del salón, gordo y grande, y el otro, fibrado, junto al veinteañero lagrimoso. Marta estaba entre asustada y disgustada, había pillado a aquellos dos registrando la casa mientras su hijo no hacía nada, y al montar en cólera el más gordo había llevado a la mujer al salón a empujones. Ahora su hijo le soltaba todo aquello entre lágrimas.
– Salimos el otro día y quisimos pillar… Un par de gramos. – Confesaba el chico. – No solemos hacerlos, pero yo qué sé, nos dio por ahí. Luego a los dos días volví, quería un poco más. – Marta no se creía lo que oía. – Mamá, son trescientos euros, dáselos y se irán.
– Eso paya, danos lo nuestro y nos vamos, o si no nos llevamos a este. – El que estaba sentado paso el brazo por encima de los hombros de Héctor.
– Pero no tengo ese dinero en casa, y en la cuenta tampoco, es final de mes y han pasado todos los recibos… – Marta estaba descolocada, solo quería que ese acabase, pero no sabía cómo. Si su difunto esposo siguiera entre ellos, él tendría al chiquillo mejor encarrilado, eran ya cinco años sin un hombre en casa.
– Déjate de escusas, nosotros queremos cobrar y vamos a cobrar. – Cortó el gitano.
– Por favor, dales algo, lo que sea. – Imploró Héctor una vez más a su madre.
– No sé qué hacer, esto es, un atropello, fuera de mi casa. – Marta se levantó.
Por un segundo se impuso en mitad de la situación. Allí de pie, con su metro sesenta, señalando a la puerta, la mujer de cincuenta años, rubia, con una figura curvilínea, muy apetecible, al menos eso pensaron los gitanos.
– Levanta, payo que nos vamos. – El delgado golpeó a Héctor en el hombro y se puso en pie, era más alto que Marta.
– No, por favor, no. – El chico no se movió. – Mamá, dales algo. – El gordo avanzó hacía el sofá.
– Esperad, soy viuda, no tenemos un duro os lo juro, no hagáis esto.
– Ya paya no nos cuentes tus problemas. – Habló el gordo echando mano de Héctor.
– Párate primo, que no sabía yo eso. – El delgado se comía a Marta con los ojos, en especial cuando se levantó. – “Pues” pagarnos de otra manera.
Ella no le entendió de primeras, hasta que el gitano el agarró las tetas por encima de la blusa, el tipo llevaba rato queriendo hacerlo. Marta gasta un buen par de melones, una talla suficiente para que el tipo aquel no abarcase toda la carne.
– ¿¡Qué haces!? – Exclamó ella, asustada y ofendida, pero sin amago de defensa, en parte era la primera vez que le sobaban las tetas en cinco años, ginecólogo aparte.
– Mírala, mucho grita poco hace. – Rio el gitano. – Así nos vas a pagar lo que nos debe tu hijo.
Marta seguía sin defenderse del agarre, mientras el gitano masajeaba sus tetas sobre la ropa. Con cierta gracia, o talento, ella notaba esas caricias robadas a través de la blusa, e incluso, como sus pulgares buscaban los pezones de ella, y trazando círculos sobre los pechos despertaron para endurecerse. Allí bajo la ropa, había unas areolas grandes y oscuras, y en su centro dos botones a juego que se marcaron para gusto del gitano, y de Marta.
– Vamos paya, si “ties” tú más ganas que nosotros. – Dijo el delgado, enmarcando con su agarre las tetas de ella para que las viese el otro que se sonrió y relamió.
– No, eso no es verdad. – Se mintió a sí misma en voz alta.
– Mamá, por favor, eso no, dales alguna joya. – Héctor reprochaba a su madre la reacción del cuerpo, incontrolable en parte, reconfortante para ella.
– No tenemos nada, solo yo traigo dinero a esta casa, holgazán. – Le empezó a abroncar y se sintió mejor. – Solo yo valgo algo en esta casa. Y, ¿qué recibo a cambio? Un hijo tarambana que trae problemas a casa, una soledad que se alarga cinco años y que solo se rompe por este…, gitano mal encarado y sus caricias.
La explosión fue rápida y brutal, como deben de ser. Dejó a Héctor malherido y a los dos gitanos un poco descolocados. Más le sorprendió al delgado, al que amasaba las tetas de Marta, lo que esta hizo a continuación. Atenta ésta a los llorosos ojos de su hijo, y a los depravados del gitano empezó a desabrocharse los botones de la blusa. No paró hasta llegar al último, se libró entonces de las manos del otro, y se libró también de la prenda, arrojándola a un lado.
– ¿Os queréis cobrar conmigo? Adelante, soy lo único de lo que podéis sacar algo. – Así se plantó, en sostén delante de los tres, brazos en jarra y esperando.
En realidad, lo que Marta esperaba era que se cortase, y se echasen para atrás, al fin y al cabo, los dos gitanos no eran sino un par de críos de no más de veinte, como su hijo. Estaba excitada, sí, pero no pensaba en que la cosa llegase más lejos del sobeteo.
– “Pos” vamos entonces. – El gordo tomo la iniciativa por primera vez, se metió las manos en los pantalones de chándal y se sacó la polla. – Ven “pa ca”
De repente a Marta se le había ido de las manos la situación, más aún. El rabo del gordo no parecía nada del otro mundo, emergía de una mata de pelo negro, y estaba blando, aunque el tipo se esforzaba por solucionar eso.
– Que vengas paya. – El otro gitano no decía esta boca es mía, Héctor flipaba y Marta contemplaba una polla después de mucho tiempo.
Con aquello el calor que le había iniciado el otro, y sabe Dios que más terminaron de prenderle fuego. No podía apartar la mirada del miembro flácido con que el otro jugaba. Sin darse cuenta se vio avanzando hacia él, hasta quedar dentro de su alcance, apenas fue un paso y le pareció una inmensidad. Amarró la mano de Marta y la llevó allí donde estaban sus ojos.
– Vamos paya, que no me extraña que se muriera tu marido si le hacías esperar tanto.
Le sujetaba de la muñeca, esperando que ella reaccionase, y al fin lo hizo. Marta cerró su mano entrono a la polla del gitano, estaba caliente y palpitaba, tanto tiempo sin esa sensación. Las manos del gordo dejaron de ocuparse de guiar a Marta para centrase en sus tetas, fue más brusco que el otro, pellizcó y tiró de la blanda carne cuanto pudo. Ella gimoteó un poco por el dolor, y se dejó hacer, le encantaba la atención que recibía, no solo del gordo, también del otro, que miraba emocionado.
Se le acercó el delgado por detrás y se deshizo del sujetador, las mamellas quedaron libres, las tenía algo caídas, pero poco importaba. El gordo se llevó a la boca la derecha, mientras seguía jugando con la izquierda. El delgado empezó a buscar en el culo de Marta, sobándolo por encima del vaquero.
– Mamá. – Gimoteó Héctor y ella recordó que estaba allí.
– Vamos al cuarto, rápido. – Estaba cachonda perdida, no quería ni pensar en su hijo, no fuese a ser que se le pasase el calentón.
No objetaron nada los dos gitanos, y le siguieron medio desnuda, y perdiendo los pantalones, hacía la habitación de matrimonio, que llevaba tiempo sin albergar hombres, y mucho menos con aquella actitud.
Las palabras empezaron a sobrar, pero “puta” y “guarra” se repitieron con constancia en lo que Marta se desnudaba. Al perder toda la ropa y quedarse allí, a puerta cerrada con los dos gitanos, empezó a sentir todo: el latido de su corazón, acelerado; el sudor frío que le acechaba en la nuca, por puros nervios; la humedad volviendo a ella; y el olor que emanaban los dos hombres ya desnudos, también.
No pensaba con claridad, tenía la mente embotada, y se movía por instinto. Ese instinto animal le llevó a arrodillarse, frente a los dos, con un gesto les hizo acercarse. Sin que ellos hablasen hizo aquello que más deseaban, agarró primero la polla del gordo, estaba ya morcillona y se la llevó a la boca. Apenas un par de veces se la había comido a su difunto, pero eso no importaba.
Comenzó chupando, sin mucho oficio, recorriendo como podía aquel rabo que crecía. Se le metía en la boca hasta donde podía, con eso bastaba, la falta de costumbre la compensaba con ganas. Terminó de ponerle duro, como una piedra, una erección que apuntaba al techo, rondaba los veinte centímetros, era la más grande que había visto, teniendo en cuenta que conocía tan solo dos contando aquella. Entonces el delgado, sin pedir permiso tomó a Marta del pelo y le llevó para sí, ella repitió el tratamiento al otro gitano, que calzaba como el gordo.
– Primo buena idea has tenido. – Decía el gordo, mientras se agachaba y empezaba a meter sus manos entre las piernas de Marta.
– Ya ves, menuda puta la paya, no la sabe chupar, pero le pone ganas…
Se rieron, el delgado le forzaba la cabeza a Marta, haciendo que mamase con un ritmo frenético. Marta estaba empezando a notar los dedos del gordo penetrarle, estaba completamente entregada, dejándose hacer cuanto ellos querían. Se sacó de la boca el rabo del gitano y habló:
– Más, folladme, cobraros conmigo ya. – Se levantó, y contempló a los dos gitanos, le vio más defectos que al principio. – Venga hacedme lo que queráis. – Estaba cachonda perdida y necesitaba polla.
El gordo la empujó sobre la cama, ella se abrió de piernas antes de que le dijeran nada. Recibió a su amante sobre sí, sin importarle que allí no había entrado nadie salvo su difunto, que tampoco era muy buen amante. El gordo simplemente se lanzó sobre ella y le monto. Bombeaba sin contenerse, aplastando con su peso a Marta, ella sufría y él ponía mala cara.
– Esta paya “ta” “mu” seca. – Se quejó el gitano. – No hay quien se la folle. – Se levantó de mala gana.
– Déjame a mí primo.
Era el turno del delgado, o eso pensaba Marta, que lamentaba tanto como el gordo que su coño ya no fuese el de una colegiala, aunque que con la poca atención que recibía no era de extrañar. El caso es que el gitano no se lanzó como el otro a follar, en cambio, se acercó a Marta al borde de la cama, se agachó y empezó a comerle todo. El coro de gemidos se le atascó en la garganta, mientras la lengua del joven le entraba y salía y recorría sus labios, y no hacía ascos a la matita de bello que tenía la madura.
– Más, más, más… – Marta no se creía lo que pasaba, dejándose abusar por esos dos gitanos, bajo amenazas a su hijo, con este en el salón, y nada le importaba más que el placer.
Héctor escuchaba los gemidos que llegaban al salón con timidez, y sin poder remediarlo, y para evadirse, buscó la papelina en su bolsillo. Vació el contenido sobre la mesa de café y aspiró. Se le aceleró el pulso casi tanto como a su madre, al borde del clímax. El delgado seguía dando cuenta de su coño como nunca, y cuando tuvo a la mujer a punto, paró, y la ensartó. Prácticamente con un par de embestidas le bastó al gitano para terminar el trabajo, Marta se corrió y entonces aquello si empezó a lubricarse como Dios manda.
Atrás quedaba la incomodidad del primer polvo, ahora la polla de aquel gitano entraba y salía sin problemas. Montaba a Marta como un potro salvaje, le follaba casi con odio, sin siquiera tratarle como a una persona, solo un objeto para su disfrute. Le mordía las tetas y le abofeteaba, le llegó a agarrar el cuello en un amago de asfixia y por dentro la madre, viuda y cincuentona, solo podía pensar “más”. Su deseo fue satisfecho, pues el joven gitano tenía aguante, al menos veinte minutos estuvo manteniendo ese ritmo infernal, hasta que decreció, y en un espasmo se corrió dentro.
La fiesta no había acabado, así fue como con una mirada, Marta, autorizó, aunque no hacía falta, al gordo. Este manejó a la mujer como a un juguete e hizo que se plantase a cuatro patas sobre la cama, se subió en esta y empezó a montar. Recogió el pelo de Marta en su mano izquierda y la embistió desde atrás con fuerza, el sonido de la carne era más fuerte que los gemidos. Después retumbaron aún más los cuerpos, cuando desató una lluvia de azotes sobre las nalgas abultadas y blandas de ella.
De forma similar al primero terminó el gordo, y Marta pudo respirar, se había venido al menos otra vez mientras como una perra recibía polla. Su coño palpitaba, y dos corridas se derramaban por el interior de sus muslos. Los gitanos aun querían más.
– Límpianos paya. – Se acercaron a Marta y esta no tuvo más remedio que dejarles las pollas relucientes de saliva. Saboreó la salazón de los dos gitanos.
Entonces empezó a pesarle la culpa, se dio cuenta de lo que había hecho, de alguna forma se vio a si misma desde fuera y vio la puta que era. Vio a los dos gitanos, y se dio cuenta de que poco o nada le excitaban, solo se había acostado con ellos por la amenaza y por el repentino calentón fruto del enfado. Si bien ahora, en el vientre le ardía un deseo salvaje, quería más y no entendía por qué.
– Ya está, ya está pagada la deuda. – Dijo Marta, sus manos sobre su coño, comprobaban que seguía allí, se hundieron en los fluidos.
– No paya, una puta son cuarenta euros, y una vieja como tu solo treinta. – Dijo el delgado, no paraba de masturbarse. – Así que nos debes… – Contó con los dedos. – Diez más.
– Nueve dirás. – Le corrigió Marta.
– Da igual, ven “pa ca”
Levantó a Marta del pelo, y de pie, rodeándole, colocándose detrás, retomó el coño de Marta. El gordo mientras tanto se vestía.
– Yo marcho primo, que disfrutes. – Se despidió y salió, se descojonó de Héctor en su camino a la puerta.
El hijo, que seguía en casa, que lo había escuchado todo, estaba inmovilizado en el sofá, a punto de meterse otra raya. En la habitación de matrimonio, Marta recibía una follada en una postura desconocida para ella, de pie cogida por la cintura, en abrazo que enmarcaba sus tetas. Se veía ahora en el espejo de pie, con la luz que entraba del pasillo, el gordo había dejado la puerta abierta en lo que se había ido. Los gemidos de Marta inundaban la casa, Héctor se tapaba los oídos, y terminó por salir corriendo.
Los amantes permanecieron a lo suyo, la segunda follada del delgado fue más larga, los dos se empaparon en sudor. Terminaron en el suelo, olvidando la cama, sin perder un segundo en forzar el coño.
– Ya no puedo más, me matas si sigues. – Marta estaba tirada en el suelo, mientras el gitano estallaba sobre su espalda.
– Todavía nos debes ocho, pero ya vendremos otro día. – Se vistió y salió.
– Volved cuando queráis. – Le despidió Marta, de corazón.
Se había despertado de un letargo sexual demasiado largo, y le costó mucho dormirse, en especial con las visitas que fue recibiendo los días posteriores. Al final superaron la docena, pero para ella cuantos más mejor.
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