Antes que nada debo decir que tengo 17 años, vivo en una ciudad de mediano tamaño de España, y sé desde hace tiempo que soy gay.Hace un mes me sucedió una experiencia que nunca pensé me podría ocurrir. En mi ciudad hay un hipódromo y me gustan bastante las carreras de caballos, como a mi familia (somos de lo que se suele decir «gente bien»). Fuimos el domingo a las carreras y antes de que los caballos las iniciaran me paseé entre ellos. Todos eran muy bonitos, pero uno de ellos especialmente era bellísimo: negro como el azabache, de largas patas, brillante… un sueño hecho caballo. Lo p almeé extasiado. El jockei, un joven delgado, apuesto y rubio, se dio cuenta de mi fascinación y me guiñó un ojo.
–Si quieres, puedes venir después a verlo en las cuadras. Pregunta por Pablo. –Gracias-le dije, al tiempo que advertía que ese guiño no era del todo inocente.El corcel, llamado premonitariamente «Stallion», ganó la carrera de calle, como esperaba. En la entrega de trofeos me acerqué y vi de nuevo al jockei que, sudoroso, me guiñaba un ojo y me hacía un gesto como ofrecién dome la copa. Lo que pocos pudieron ver es que, simultáneamente, como si se estuviera rascándose disimuladamente, se masajeaba el paquete, por cierto bastante abultado. A la media hora, como me dijo, me pasé por las cuadras. Su nombre me franqueó el paso y pronto llegué hasta donde Pablo acariciaba a «Stallion». Me guiñó de nuevo un ojo, picarón, y me preguntó si me gustaba «la monta». Entendí el doble sentido de la expresión y le dije que sí, mientras me pasaba , discretamente, la lengua por los labios. Aquello debió ponerlo a cien, porque enseguida me dijo:
–Tengo que darme una ducha, ¿me acompañas al vestuario? Ya debe estar solo y podremos… charlar un rato. Lo seguí, notando que aquel bulto de sus pantalones de jockei había crecido apreciablemente. Cuando llegó a los vestuarios, efectivamente no había nadie. Se quitó la ropa delante mía; cuando se quedó en los suspensores, observé que, con la erección, la punta del rabo le sobresalía por un lado. Pícaramente, como si fuera un juego, me acerqué. –Pablo, creo que el rabo del caballo quiere salirse de su sitio. –¿Por qué no lo ayudas tú?Me arrodillé ante él y, sin usar las manos, me metí aquella punta en la boca. Estaba húmeda y caliente. Sólo con mis labios y mi lengua la fui extrayendo de su celda, hasta que todo aquel hermoso rabo y los dos grandes huevos estuvieron fuera de los suspensores. Entonce s usé ya las manos para acariciar aquel gran aparato, aquellos no menos de 25 centímetros que parecían aún más dada la baja estatura de Pablo (como todos los jockeis). La chupaba con regusto, saboreando los líquidos preseminales que continuamente fluían de aquel ojete delicioso, saboreando el vás tago ardiente, los labios del prepucio, rojos de sangre, el glande enhiesto y vigoroso. Con suavidad, Pablo me hizo dar la vuelta. Me tumbé sobre un banco al tiempo que me bajaba los pantalones y el slip. Primero el jockei me lubricó con la lengua, haciéndome alcanzar el cielo. A quien le hayan chupado adecuadamente el agujero del culo sabe a qué me refiero… Yo estaba a punto de c orrerme, pero me aguanté como pude. Enseguida me enfiló con su polla de campeonato, y pronto aquel semental me estuvo largando emboladas, entrando cada vez más en mi minúsculo culo. Pabló notó que se iba a correr, pero aquella carrera tenía otra meta final. Se salió de mi culo, me volví enseguida y puse la boca: un manantial de leche me cayó en la cara, me entró en la lengua, se desparramó por el cuello… Antes de que se perdiera más, me tragué aquella verga prodigiosa y pa ladeé el resto del delicioso semen.
Inmediatamente sentí como me iba con mi polla, y Pablo aún llegó a atrapar buena parte de mi leche. Quedamos los dos exhaustos pero encantados. Tras besarnos e intercambiar la leche que quedaba en nuestras lenguas, Pablo me sonrió enigmático y me preguntó: –¿Te gustan las emociones fuertes? ¿No te asustas de nada en el sexo? Yo no sabía a qué se refería, pero por supuesto contesté: –Claro que no, me encanta todo lo que sea tener una buena polla en la boca oen el culo. Pablo sacó de su taquilla un teléfono móvil e hizo una llamada. –¿Julián? Sí… prepáralo todo, vamos para allá.Colgó y se vistió. Le interrogué con la mirada pero hizo un gesto como diciendo que era mejor la sorpresa. Cuando estuvimos vestidos me llevó de nuevo a la cuadra. A esa hora ya estaba desierta, salvo un mozo de cuadras que estaba en el compartimen to de «Stallion». Era un chico joven, de unos 24 años, moreno y muy guapo. Me fijé en que exhibía en sus pantalones de peto (siempre me han parecido muy sexys ese tipo de pantalones), que llevaba sin nada por arriba, un bulto más que regular en la confluencia de sus piernas.
–Julián, éste es Conrado; la chupa de campeonato. Le alargué la mano y él también, pero cuando me la cogió lo que hizo fue llevársela a aquel bulto maravilloso, que latía como un corazón. –Quieto, Julián, que todo llegará-le dijo Pablo. «Stallion» aparecía brillante, imponente y, oh, sorpresa, con un pedazo de vergajo entre las patas impresionante. Se ve que Julián lo había estado «animando» para que estuviera a punto. –¿Te atreves a mamarte esta maravilla?Cogió el rabo entre sus manos; lo examiné de cerca; era una de las cosas más bonitas quehabía visto nunca. Medía no menos de medio metro, aunque no era demasiado ancho. En eso se distinguía de razas menos nobles, que tienen el pito más grueso, más en plan bu rro. Pero aquella verga podía pasar perfectamente por ser la enorme polla de un semental negro.
Nunca se la había chupado a un animal, pero tengo que reconocer que en mis visitas al hipódromo siempre me fijaba en los genitales de los caballos, y más de una vez había soñado con meterme en la boca un ejemplar como aquel. Pablo insistío: –Bueno, ¿te atreves, o no? Mira que te cogemos la vez…No me lo pensé más. Me quité el polo que llevaba y los pantalones cortos y me metí, desnudo, bajo el animal. Cogí entre mis manos aquel medio metro de polla negra que chorreaba líquido por su gran ojete, y me la metí en la boca. ¡Qué maravi lla! Me cabía con cierta dificultad, pues era más ancha que la de los hombres que había mamado. La leche que constantemente derramaba tenía un sabor algo distinto de la humana: era como agridulce, más líquida, pero también deliciosa. Quise metérmela más e hice un esfuerzo. Me llegó hasta la garga nta, y allí notaba, en la campanilla, el continuo goteo del semen del caballo. Lamía con desesperación, como si me fueran a quitar de la boca aquel paraíso goteante. Me la saqué un momento para chuparla a todo lo largo. ¡Y qué larga era! Llegué hasta su raiz, donde se tornaba enorme, y allí me en tretuve mordisqueando los huevos, unos cojones grandes y herm Mientras, Pablo y Julián no se estaban quietos. Julián me la estaba mamando a placer, metidos mis veinte centímetros en sus tragaderas. Pablo, debajo de Julián, tumbado en el suelo, se la chupaba a éste. En uno de mis movimientos pude ver los no menos de ¡28 centímetros! que Pablo se estaba «hinc ando» entre los labios.
Ya llevaba un buen rato, y no quería parar. Pero Pablo, que tenía otros pensamientos, dejó la polla de Julián, que también se soltó de la mía. –¿Qué pasa?-dije yo, extrañado de aquella interrupción. –¿Te atreves a más todavía? –¿Más?-pregunté, mientras la leche de «Stallion» me caía en la cara y yo procuraba que no se perdiera nada. Pablo y Julián se miraron pícaramente. –¿Te gustaría que «Stallion» te metiera su vergajo por el culo? Me quedé helado, hasta el punto de que el semen del caballo me empezó a caer sobre los ojos y lo veía todo nublado. –¿Y cómo se puede hacer eso? Debe pesar media tonelada, por lo menos; me aplastaría… –No te preocupes, sabemos cómo hacerlo… Confía en nosotros. Así lo hice, porque hasta entonces sólo me habían proporcionado ricos placeres.Julián sacó de una esquina una especie de mesa ligeramente inclinada, como de 60 centímetros de altura, y la colocó debajo de «Stallion». Yo me había salido de allí abajo, con cierto pesar, y vi entonces cómo la enorme polla de medio metro rozaba la parte de la mesa más alta. Ya imaginaba por dónde iban los tiros…
–Colócate sobre la mesa, con el culo en pompa sobre la parte más alta y boca arriba. Me ayudaron y, en unos momentos, estuve situado. Notaba el vergajo del caballo rozándome las nalgas, y además lo veía perfectamente desde mi posición. Julián me metió dos dedos en el culo, para dilatar, pero Pablo lo apartó suavemente. –Déjame a mí, hay un sistema mejor. Se agachó y le dio unas cuantas mamadas al corcel; después, con aquel líquido aún en la boca, se dedicó a chuparme el agujero del culo. Noté cómo se me abría, inverosímilmente. ¡Y cuánto gusto me producía el «jodío»! (aunque el que iba a ser jodido era yo, desde luego). Sentía el agujero del culo abierto a más no poder. Pablo lo comprobó y, con sumo cuidado, me fue metiendo el rabo del caballo. Éste se removía inquieto, probablemente sin saber aquello de qué iba, aunque a buen seguro se lo estaba pasando estupendamente, aunque sin yegua. El glande penetró poco a poco. Lo sentía rozar las paredes de mi agujero, en un roce exquisito. Me retrepé sobre el banco hacia arriba, para meterme yo mismo más de aquella hermosa verga negra, y noté como su punta iba ahondando dentro de mí, mientras me seguía regando interiormente con aquel surtidor de leche que no pa raba nunca. Me subí cuanto pude; no menos de treinta centímetros estaban ya sepultados en mi ansioso agujero. Me movía, culeaba, sintiéndolo cada vez más adentro, como si estuviera ensartado. Aún pude subirme un poco más, casi hasta los cuarenta centímetros, y notaba aquel bicho enorme dentro de mis entrañas , buceando en mi intestino delgado, avanzando no sin dificultad pero con gran placer para mí. Ya no podía subirme más, porque aquel palo inmenso llegaba ya a su parte más gruesa, en la base, y aquello no podía caber de ninguna manera. Culeé entonces y me dí a un metisaca salvaje. Mientras, Julián y Pablo, salidísimos, entraron en acción. Julián me la metió en la boca. Era una verga esplén dida, hermosa y limpia, de brillante glande, aerodinámica. Al tiempo que no le quitaba ojo al vergajo que tenía metido por el culo, chupeteaba y me metía a tope aquel bello mástil humano. Pablo me la mamaba entre tanto, y me tenía a cien. Me corrí sin poder evitarlo, y el jockei se rechupeteó con mi leche, sin dejar escapar ni una gota. Después se me colocó en la boca, junto a Julián, y me dediqué a lamer los dos preciosos glandes, a metérmelos cuanto más adentro mejor, abriendo la boca desmesuradamente mientras me sentía abierto de par en par por el culo con aquel nabo caballar casi tot alme Los dos nabos se corrieron casi al tiempo. Primero fue Julián quien me echó en la nariz un escopetazo. Atrapé el glande para no dejar ir nada. Como si el de Pablo hubiera sentido envidia, empezó a largar también leche, llenándome un ojo de semejante néctar. Al vuelo, atrapé el otro glande y me me tí los dos en la boca. Ambos descargaron largamente, la leche me rebosaba por los labios, a pesar de mis esfuerzos para que no se desperdiciara nada.
Finalmente, sus nabos quedaron exhaustos y yo conseguí tragármelo todo. Todavía aguanté un rato con el rabo de «Stallion» dentro de mis entrañas, hasta que Pablo me retiró, a mi pesar. Mientras nos mirábamos, exhaustos, con la leche manchando los óvalos de nuestras bocas, yo con el culo abierto como una alcantarilla, Pablo dijo la frase definitiva. –Esta forma de «montar» la llamamos los jockeis «a rienda suelta». ¿Entiendes?
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